Hace días leía que la mecánica del reciente robo de la joyería del Museo del Louvre fue trazada, con algunos matices, en una novela anterior a 1910, sobre todo el detalle de la escalera, episodio que lleva a volver a aquella especie de que todo ha sucedido antes y apenas cambia la forma en la que se relata, convicción cuyas raíces pueden rastrearse hasta la época de Aristóteles, pero que hoy en día se apropian esos santurrones que creen estar haciendo “nuevo periodismo”.
Meses atrás se publicó en estas páginas una columna de Martin Wolf en la que tejía sobre cómo la tecnología, a partir de la Revolución Industrial, había provocado la disminución de las poblaciones de caballos en Reino Unido, debido a que siendo uno de los principales medios de transporte, su reemplazo por automóviles terminó por orillarlos a un uso deportivo y decorativo. El autor hacía una analogía de los equinos con la forma en que la inteligencia artificial va desplazando a la mano de obra humana.
Así llegué a unas páginas de Eduardo Mendoza, premio Cervantes que estará en Guadalajara para la FIL 2025, en las que presagiaba ya en 1975, a propósito de caballos, el siguiente escenario datado en 1917-1919 en su novela La verdad sobre el caso Savolta (Planeta):
“Un día en que le hablaba en términos elogiosos del automóvil meneó la cabeza con pesadumbre.
“—Pronto los caballos habrán desaparecido, abatidos por la máquina, y solo se utilizarán en espectáculos circenses, paradas militares y corridas de toros.
“—¿Y eso te preocupa —le pregunté—, la desaparición de los caballos barridos por el progreso?
“A veces pienso que el progreso quita con una mano lo que da con la otra. Hoy son los caballos, mañana seremos nosotros”.
Tan sobrecogedora profecía del personaje del narrador catalán nunca consideró el florecimiento de otras cancelaciones, ya no por una alta tecnología, sino por motivos propios de las conciencias en boga hoy en día, como el final del circo con animales y la proscripción de la llamada fiesta brava.