Política

La telaraña: segunda parte

Mauricio Ledesma
Mauricio Ledesma

En las crónicas de desaparecidos, el regreso a casa de quienes tienen la fortuna de volver a tocar la puerta, como nueva oportunidad para vivir, debería ser el punto final: cerrar la cerradura entre lágrimas de alivio.

Pero en Jalisco, primer lugar en desapariciones en el país, la decisión de los captores de dejar libres a siete personas levantadas, casi de manera simultánea, hace cerca de un mes, no es un final. Es, más bien, el vistazo hacia un agujero más profundo y oscuro en una historia ya de por sí enmarañada. El alivio, aunque legítimo, no logra ocultar el escalofrío que provoca la pregunta inevitable: ¿por qué?

La frase que resuena en el silencio de las explicaciones oficiales la pronunciaron el domingo a nuestros reporteros de MILENIO sus familiares: “¡Están vivos y en casa!”. Frany, Gustavo, Rodrigo, Abraham, Gary Omar, José Manuel y Héctor Manuel llegaron por su propio pie a tocar la puerta donde sus familias sobrevivían con el corazón hecho jirones, pero con la ilusión de que algún día volverían a cruzar la entrada.

Agradecidas con la prensa por la cobertura que se dio a cada caso, las esposas, hermanas y otros parientes corroboraron la noticia de la liberación conforme fueron llegando los pitazos a la redacción, pero no quisieron decir más, con justa razón.

El regreso a casa no despeja la neblina; la espesa. ¿Qué tipo de captores, tras invertir logística, vigilancia y riesgo en mantener a siete personas secuestradas durante semanas, simplemente las sueltan?

La policía no los rescató, aunque la narrativa oficial sostenga que se hicieron decenas de operativos que “acorralaron” o “amedrentaron” a los comandos. Los mismos comandos que, encapuchados y armados, no se inhibieron de levantar a tres personas a plena luz del día, a unas cuadras de la Fiscalía, tras declarar por la ejecución de la familia de Michoacán. Tal vez los mismos que después fueron a una modesta galería de arte para llevarse a la maestra de pintura que daba clases a niños, a dos abogados y a un maestro de inglés.

No fue un rescate espectacular de la autoridad. No hubo intercambio económico público ni intento de negociación. Fue un regreso tan abrupto y silencioso como la desaparición. Eso no es común, aunque hablemos desde el epicentro de las desapariciones. Está, simplemente, demasiado raro.

En esta telaraña, como señalé en la primera parte, hay personajes fantasmales que parecen haberse desintegrado: “El Chino”, trabajador del taller La Araña—el mismo de donde salió la camioneta con los cuerpos de la influencer Esmeralda Ferrer, su esposo y sus dos hijos menores— y el dueño del negocio. Sus ausencias resultan hoy más significativas que nunca. El jueves pasado, en la conferencia de seguridad, funcionarios de la Fiscalía y de la policía vacilaron al ser cuestionados sobre el paradero de ambos. No confirmaron órdenes de aprehensión ni desapariciones formales. No tienen estatus jurídico en una de las investigaciones más sui géneris de este gobierno, al menos no públicamente.

El gobernador Pablo Lemus afirma que hay conexión entre los casos de la galería de arte y los del taller. Más que lógica elemental parece una suma aritmética de primer grado: dos grupos de personas secuestradas en días consecutivos, liberados al mismo tiempo. La trama está hilvanada.

Pero aquí surge la gran ruptura en el hilo de la investigación oficial. Si hay conexión, ¿dónde están los eslabones clave? El jueves pasado, la Fiscalía fue incapaz de dar una respuesta concreta. No supo decir dónde está “El Chino”. Tampoco pudo explicar el paradero del dueño del taller. Es un vacío informativo que resuena como estruendo. ¿Cómo se puede pretender esclarecer un múltiple homicidio y una serie de secuestros sin localizar a los testigos y dueños del lugar donde presumiblemente empezó todo? El taller es el epicentro del crimen inicial, pero sus figuras protagónicas siguen siendo fantasmas que la autoridad no logra, o no quiere, conjurar.

La liberación de las siete personas, en lugar de aportar claridad, complica el panorama hasta lo inverosímil.

El capítulo que une estas historias refleja escenarios incómodos: ¿hubo un pacto o negociación encubierta?, ¿se soltó a las víctimas a cambio de silencio, de información o de que la investigación no siguiera ciertos rastros? Otra hipótesis es que los captores cometieron un error: ¿secuestraron a las personas equivocadas y, al dimensionar la magnitud mediática y policial del caso, decidieron soltarlas? Aunque posible, no explica la conexión que insinuó el gobernador. También hay quien supone una estrategia de distracción: ¿el secuestro masivo y su misteriosa “solución” están tapando algo mayor, relacionado con el multihomicidio de la familia de Michoacán?

Lo único cierto es que cada pregunta es un hilo suelto que se enreda con otro. La Fiscalía enumera operativos, horas de video revisadas y reuniones, pero su comunicado final es parco y evasivo. No hay detenidos. No hay motivos. Solo el hecho inédito de que siete personas regresaron —¡qué bueno!— tras un mes de terror para ellas y sus familias. Un terror que, por ahora, les impide hablar más allá de dar las gracias.

No es fácil sentenciar que el caso ya no es solo sobre la desaparición. Ahora es sobre la liberación. Y esta segunda parte de la telaraña es más confusa, y hasta cierto punto más peligrosa, que la primera. Los siete están vivos, sí.

Pero la verdad sobre lo que ocurrió en esas casi cuatro semanas, la razón detrás de su cautiverio y la identidad de quienes tejieron esta red de violencia siguen secuestradas. Mientras “El Chino” y el dueño de La Araña continúen siendo fantasmas y la Fiscalía no pueda —o no quiera— encontrarlos, la sombra de la impunidad seguirá creciendo en este enredo donde el alivio y la desconfianza habitan la misma casa.


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Alejandro Sánchez
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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