De niño, cada vez que viajábamos en el colectivo y pasábamos frente al Panteón de San Lorenzo, mi mamá señalaba por la ventana. Detrás de una barda se asomaba una casona con una palmera gigantesca que se alzaba como un faro verde. Para mis ojos pequeños, aquella casa era un mundo inmenso, un reino misterioso que contrastaba con nuestra vivienda humilde.
“Ahí vive el Santo”, me susurraba mi mamá con esa certeza que solo tienen las leyendas. Y yo, como cualquier niño, guardé esa imagen en un rincón de mi memoria, entre la incredulidad y la ilusión. No exagero si digo que crecí con esa duda mágica danzando en mi cabeza.
Para un niño de mi edad, el cuadrilátero era un teatro sagrado donde hombres enmascarados encarnaban batallas ancestrales: el bien contra el mal, la justicia contra la traición. Pero entre todos los héroes de mallones y botas brillosas, uno reinaba en mi imaginación: el Enmascarado de Plata. No era solo un luchador, era una leyenda internacional, un personaje de películas que destripaba vampiros y salvaba pueblos.
El mayor misterio para mí, más profundo incluso que su identidad, era su casa. Ese lugar era lo más cercano que tenía del ídolo que aparecía y se esfumaba en las películas como un fantasma. No tenía ciudad, no tenía barrio. ¿Dónde colgaba su capucha al final del día? Esa pregunta alimentó mis fantasías durante años.
El tiempo tiene una manía hermosa de hilar ironías: mi madre terminó atendiendo una tienda de abarrotes apenas a 300 metros de aquella casona, del mismo lado de la acera. Desde su mostrador miraba cada día hacia el punto donde, según su propia leyenda, vivía el Santo, aquel luchador que revolucionó el deporte.
Y con los años, cada que regreso a ese tramo de la avenida Tláhuac, a un paso del sitio donde cayó el tramo de la Línea 12 del metro, no puedo evitar volverme hacia esa versión de mí mismo que abraza mis recuerdos con ternura.
Pero ayer ocurrió algo que jamás imaginé: conocí al hijo del Santo. Visitaba Guadalajara y un amigo tapatío lo llevó a las instalaciones de MILENIO Jalisco. De estatura baja pero fuerte como roca, conversé con él sobre su trayectoria, iniciada un 18 de octubre de 1982. Su padre lo acompañó los dos primeros años de carrera, hasta que la muerte del Santo lo dejó seguir solo. Aun así, el hijo construyó su propia historia y se ganó el respeto del público.
Hoy realiza una gira de retiro y quiere que lo recuerden como un digno heredero de la leyenda. A pesar de la máscara, pude notar que vive un duelo que intenta atenuar cuando habla de que, igual que su padre, ahora él busca dejar el legado en su hijo, el nieto del Santo. Es la tercera generación. Dice que está seguro de que el muchacho tiene las cualidades, pero la tristeza se asoma en su voz.
En un momento de la conversación le conté la historia que mi madre me repetía hace más de cuarenta años, cada vez que cruzábamos los límites de Iztapalapa y Tláhuac. Sus ojos se agrandaron, lo percibí incluso detrás de la máscara plateada. Sin dudar, me dio las referencias exactas de la casona. Y entonces me regaló una joya del pasado: me contó que quienes viajaban en los peseros solían pedir: “Me deja en la esquina de la piedra”. Así se conocía el lugar porque, en la esquina de su casa, entre la avenida Tláhuac y La Turba, había una roca enorme.
Fue un instante lleno de belleza, de esos que reconcilian el pasado con el presente. Me hizo recordar todas las historias que mi madre, narradora nata, ha tejido a lo largo de mi vida. Ella, que desde su tienda vio pasar el tiempo a unos pasos del lugar donde el Santo guardaba sus autos clásicos, esas máquinas relucientes que luego presumía en sus películas.
“Nos vemos en Tláhuac”, bromeó el luchador al despedirse. En ese momento entendí que las leyendas de la infancia nunca se van. Solo esperan el instante preciso para hacerse realidad.