La lógica aliancista tiene sentido. Con un contrincante tan duro como López Obrador, en tiempos negativamente excepcionales como los de la 4T, es necesario y válido sumar fuerzas opositoras. Si bien es cierto que yo he expresado mi desacuerdo con la alineación del equipo aliado, que ha decidido arriesgarse a jugar con un PRI tan atrapable por la 4T como el de Alito, es ocioso insistir porque obviamente no me harán ningún caso. Ya se conformó el bloque y sus dirigencias buscan un gobierno de coalición, incluyendo las candidaturas al Congreso. Están ocupadas en limar viejas asperezas y amarrar nuevos pactos.
Pero una cosa es construir unidad y otra quedarse en arreglos cupulares. Y es que la principal tara de los partidos de oposición en México es un anacronismo: la mayoría de sus dirigentes soslaya que las elecciones ya no pueden ganarse como antes, que ahora se debe privilegiar la atracción del votante no cautivo. Y atrás de esa negligencia está la creencia inercial de que el elector mexicano es de memoria corta o de indolencia larga y que es posible presentar impresentables y salirse con la suya. No es una idea descabellada, por desgracia, si nos atenemos al hecho de que en los últimos 15 años hubo personajes notoriamente corruptos —varios gobernadores y el anterior presidente, por ejemplo— que conquistaron al electorado y llegaron al poder. No es descabellada pero sí es errónea.
En todo el mundo se hacen coaliciones partidistas, casi todas ideológicamente disímbolas. Y en las sopas de todos los partidos hay moscas —o moscardones— que repelen al comensal ciudadano. La diferencia es que en la política de otros países prevalece el pudor y los bichos se extraen del plato. Más aún, las primeras en pedir ser sacadas son las moscas mismas, que quieren que sus organizaciones ganen la elección. Aquí no. Puesto que se asume que el voto duro partidario se sigue manejando a capricho de los líderes y se imagina que cualquiera puede triunfar con dinero y mercadotecnia, los rostros de la corrupción se ostentan en primerísimo plano, casi con orgullo.
He aquí el problema de fondo de los opositores mexicanos. No ponen suficiente atención al primer filtro, el de las urnas, y priorizan los acuerdos para mantener la cohesión cupular. Sí, ya se sabe que estos acuerdos son muy importantes, pero si cada vez hay menos electores disciplinados que votan por el membrete y más switchers, si falta obediencia y sobra enojo, es aún más importante forjar una candidatura con arrastre. Y esta parece ser la menor de las preocupaciones de las dirigencias aliancistas, que están poniendo la carreta delante de los bueyes. Lo de los impresentables, como la ausencia de una narrativa que atraiga a la mayoría, son consecuencias de la priorización equívoca.
Hago estas reflexiones, desde luego, partiendo de la premisa de que la oposición trabaja para ganar la Presidencia de la República. Porque si son ciertas las sospechas que expresé hace un mes en este espacio (“¿Ya se rindieron?”, 19/04/23) en el sentido de que sus dirigentes se dieron por vencidos, retiro lo dicho en los párrafos anteriores. De ser ese el caso no se trata de anacronías ni inercias ni impudores: se trata de que buscan algo diferente a lo que buscamos quienes porfiamos en la cuarta alternancia.