Vivimos en una era de demagogos populistas. Este no es un fenómeno nuevo. Platón usó la palabra “demagogo” en su crítica a la democracia en La República. Tenía razón al afirmar que la demagogia es el talón de Aquiles de la democracia. En la actualidad, vemos esta amenaza en muchos países. Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, es un clásico demagogo populista de derecha.
Como señaló mi colega Joel Suss, el populismo es perjudicial tanto económica como políticamente. El destino de Argentina, un país asolado por el populismo desde el gobierno de Hipólito Irigoyen en 1916, ilustra este daño. Desde entonces, su PIB real per cápita se redujo a la mitad respecto al de Estados Unidos y pasó de ser cinco veces superior al de Brasil.
El esclarecedor artículo al que se refiere Suss —“Populist Leaders and the Economy” (Líderes populistas y la economía), de Manuel Funke, Moritz Schularick y Christoph Trebesch— se centra en estos efectos económicos. Siguiendo el consenso actual, el artículo afirma que “los populistas sitúan la narrativa de ‘pueblo contra élites’ en el centro de su agenda política y luego afirman ser los únicos representantes del ‘pueblo’”. Por definición, afirman, los que se oponen a ellos son “enemigos del pueblo”. Es posible que los populistas no sean dictadores. Pero, como Hitler figura con razón en la lista de este artículo, sin duda pueden serlo.
El conjunto de datos del artículo abarca 60 países desde 1900 (o la independencia) hasta 2020. También representa 95 por ciento de la producción mundial tanto en 1955 como en 2015, así como a mil 482 líderes, algunos en más de una ocasión. Revela varias realidades. En 2018, el populismo alcanzó su máximo auge político. De nuevo, si un país ha tenido un líder populista una vez, es más probable que tenga otro. Las crisis económicas aumentan la probabilidad de un gobierno de este tipo. Los populistas también suelen sobrevivir en el cargo durante un promedio de ocho años, el doble que los no populistas. Pocos abandonan el poder perdiendo elecciones, pero los de izquierda y de derecha muestran patrones similares de entrada, supervivencia y salida. Por último, América Latina y Europa han sido históricamente los dos hogares de políticos de esta corriente.
La conclusión más importante del análisis es la menos sorprendente. El populismo a menudo surge de las malas economías, pero luego empeora aún más lo que ya es malo. Esto se aplica tanto a la izquierda como a la derecha. La primera ataca a las élites económicas; la segunda, a los extranjeros, las minorías y las élites políticas que los protegen. Ambas son perjudiciales para las economías, aunque la variante de izquierda es más perjudicial económicamente que la de derecha; 15 años después, el PIB real per cápita en los países que sucumbieron al populismo de izquierda es 15 por ciento inferior al que habría sido en otras circunstancias; bajo el populismo de derecha, la pérdida equivalente es de alrededor de 10 por ciento.
La variante de izquierda favorece una mayor cantidad de impuestos, más regulación y redistribución, mientras que la de derecha favorece el nacionalismo económico, en particular el proteccionismo. El populismo de derecha es, como era de esperar, la forma preferida por los ricos. De manera inevitable, también, el populismo de derecha explota las preocupaciones culturales. Pero es un error concluir que estas son sus principales causas, ya que las quejas culturales también son una táctica de distracción. Si bien las variantes de izquierda y derecha difieren, son similares en un aspecto esencial: su hostilidad hacia las instituciones independientes, como los tribunales, las universidades o los bancos centrales. En esto, ambas convergen.
La demagogia populista es, como advirtió Platón hace 2 mil quinientos años, una peligrosa enfermedad de la democracia. Es económicamente perjudicial, debido a su tendencia a generar políticas atractivas en el corto plazo y perjudiciales en el largo plazo. Además suele ser duradera, lo que aumenta el daño. Perjudica las instituciones centrales de una sociedad, un sistema político y una economía liberales, en particular el estado de derecho, que es el baluarte tanto de la libertad como de la democracia. De esta manera, el populismo también socava la confianza y la credibilidad.
El doble hecho de que los regímenes populistas suelen ser duraderos y recurrentes es preocupante. La difícil situación de Argentina en la actualidad es relevante. El presidente Javier Milei no es, por decirlo suavemente, el primer líder que intenta sacar al país de su prolongado declive económico. Es más, al igual que sus muchos predecesores en este cargo, ahora se encuentra al borde del fracaso.
Comparto la opinión de Maurice Obstfeld, antiguo economista jefe del FMI, de que es poco probable que el plan de desinflación de Milei basado en el tipo de cambio funcione. Este tipo de planes rara vez lo hacen. Matt Klein presenta argumentos similares. Argentina carece del compromiso nacional, los recursos ni la credibilidad necesarios para llevarlo a cabo. Puede tener éxito si Trump se comprometiera indefinidamente a hacer “lo que sea necesario”, como hizo el entonces presidente del BCE, Mario Draghi, en 2012. Pero no lo hará. Esta administración estadunidense inició una guerra comercial con Brasil. ¿Por qué debe considerar a Argentina un interés estratégico vital? El dinero ofrecido puede salvar a algunos fondos de cobertura, pero no salvará a Argentina.
Hay que restaurar la estabilidad económica y el crecimiento del país. Estos deben durar lo suficiente como para generar confianza en los empresarios e inversionistas nacionales y extranjeros. Tras tantos incumplimientos de pagos e intentos fallidos de estabilización, no se puede lograr de la noche a la mañana. Hasta ahora, nadie ha mantenido un mandato en Argentina el tiempo suficiente para lograrlo. ¿El destino de Milei será diferente?
Y no solo se trata de un legado de despilfarro fiscal y monetario. Basta con observar la dificultad que tiene el polaco Donald Tusk para reparar el daño al estado de derecho que heredó. De igual manera, el legado de Trump no desaparecerá ni siquiera si derrotan a MAGA en las elecciones. Lo que los populistas destruyeron no se puede restaurar fácilmente. Solo hay que preguntarles a los argentinos.