Aleister Crowley. Solo pronunciar su nombre altera el aire. Ocultista, profeta del caos, místico sin escrúpulos, a quien la prensa llegó a llamar “el hombre más perverso del mundo”. Hace unos días se cumplieron 150 años de su nacimiento, el 12 de octubre de 1875, y seguimos sin descifrar del todo qué lo impulsaba a desafiar cada norma que llamamos: moral, religión, cultura… incluso sentido común.
Pero más allá del mito y las etiquetas, Crowley no era solo el tipo que los medios llamaron “anticristo”. Su objetivo era simple: romperlo todo, desarmar dogmas y mirar de frente lo que la sociedad definía como pecado. Su vida era un manifiesto viviente: experimental, extremo y, por momentos, brillante en su crueldad poética. Por eso tomamos como pretexto hablar de él: para mirarlo de nuevo, sin miedo.
El niño que desobedeció a Dios
Edward Alexander Crowley nació en Leamington Spa, Inglaterra, dentro de una familia profundamente religiosa. Sus padres pertenecían a los Hermanos de Plymouth, una secta cristiana obsesionada con la pureza y la culpa.
Desde niño memorizó pasajes de la Biblia, pero pronto empezó a cuestionarlos, convencido de que el Dios que le enseñaban era más tirano que divino. Su rebeldía se convirtió en identidad: desafiar lo sagrado, burlarse del temor y hacer del tabú una forma de conocimiento.
Estudió en Cambridge, pero abandonó la universidad para explorar lo oculto, el alpinismo, el erotismo y la escritura. Esa negación del dogma lo llevaría a crear su propio credo, una filosofía donde el deseo era poder y la voluntad, una forma de redención.
La Bestia 666: el hombre que provocó al mundo
Primero: Para entender a Crowley hay que entender su apodo más famoso: "La Bestia 666". Él mismo lo eligió, como declaración de guerra contra la hipocresía victoriana. En El Libro de la Ley (1904), dictado —según él— por una entidad llamada Aiwass, proclamó una nueva era espiritual bajo una consigna: “Haz lo que tú quieras será toda la Ley”.
Lejos del libertinaje, esta idea apelaba a la voluntad verdadera: el impulso interior que conecta al individuo con lo divino. El mundo no lo entendió.
Los titulares lo redujeron a un satanista; sus críticos lo tacharon de degenerado. Él no se defendió; simplemente siguió su camino, mezclando hermetismo, cábala, yoga y alquimia en una nueva visión de la magia ceremonial.
El hombre y su arte
Y entrando en materia, Crowley creó universos literarios. Más de 80 libros salieron de su pluma, entre ellos:
- White Stains (1898): exploración de la sexualidad con descaro poético.
- The Book of Lies (1913): mezcla de filosofía, misticismo y humor negro.
- Diary of a Drug Fiend (1922): testimonio crudo de sus excesos.
- Moonchild (1917, publicado en 1929): novela de ficción y ocultismo sobre la creación del “No Nacido” y la guerra entre magos blancos y negros.
- Magick in Theory and Practice (1929): ensayo que redefine la magia como expresión para alcanzar la libertad espiritual.
- En The Rites of Eleusis (1910), siete invocaciones públicas dedicadas a los planetas clásicos —Sol, Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno— unieron poesía, música y energía cósmica en ritos teatrales.
Pero el mago más temido no se detuvo en las letras: también pintó, compuso y realizó performances rituales. Todo en su vida —del color de una vela al tono de una nota— era parte de un sistema simbólico. No buscaba belleza, sino transformación.
Un camino vanguardista
Su iniciación en la Orden Hermética de la Aurora Dorada fue el punto de quiebre. Absorbió secretos, símbolos y fórmulas arcanas hasta que su ego lo empujó a inventar su propio camino: Thelema. En 1907 fundó Astrum Argentum (A∴A∴), todavía vivo en ceremonias y enseñanzas que desafían la lógica ordinaria.
Después, la vida se volvió un laboratorio. Escaló los Himalayas, se metió en rituales secretos en Sicilia, exploró orgías arcanas y desafió tabúes sexuales —era abiertamente bisexual—, y tocó lo prohibido en todos los niveles posibles. Lo acusaron de magia negra, drogadicción —incluida la heroína— y blasfemia. Crowley ni pestañeó.
Como él mismo lo dijo en una entrevista con el Sunday Dispatch en 1933:
“Desprecio la magia negra hasta tal punto que me cuesta creer que exista gente tan idiota como para practicarla”.
Cada exceso era un experimento, cada acto, una lección.
Y mientras corría su espiral, se topó con Mussolini, que lo expulsó de Italia mientras los cronistas difundían sus escándalos; con Churchill, atónito ante su audacia y su desdén por toda moral convencional; incluso algunos círculos europeos lo miraban con recelo y fascinación durante los años del ascenso nazi, intrigados por su mezcla de simbolismo, magia y poder personal; y con George Cecil Jones y otros artistas y místicos, que intercambiaron secretos y palabras con el hombre que hacía de la vida un ritual constante.
A pesar de todo, desheredado, perseguido, arruinado, siguió convencido de que su propósito trascendía cualquier condena.
Historia y cultura lo juzgaron, lo adoptaron, lo convirtieron en sombra y provocación. Cada gesto, cada libro, cada pintura era un truco subversivo, un desafío lanzado a la rutina del mundo, un eco de anarquía convertido en arte.
El mago que reescribió la cultura popular
Hoy Crowley está en todas partes, incluso donde parece ausente. Su sombra se esconde en las letras de Led Zeppelin, en cómics, discos y películas que sudan misterio.
Bowie lo cita en Quicksand (Hunky Dory, 1971), Station to Station (1976) y Blackstar (2016): su Thin White Duke, casi un avatar de la transgresión, Morrison convirtió sus recitales en rituales; Page compró Boleskine y lo volvió altar; Genesis P-Orridge volcó la magia al ruido industrial; Manson arrancó símbolos, teatralidad e irreverencia, y los convirtió en núcleo de su identidad artística.
Incluso Anton LaVey, fundador de la Iglesia de Satán, compartió la fascinación por la performatividad y el simbolismo, parte de ese legado crowleyano que corroe la cultura pop.
Coil, con John Balance y Peter Christopherson, transformó la magia en alquimia sonora: electrónica como hechizo, sexo como rito, tiempo convertido en trance.
La escena neofolk, por su parte, recogió esa estela: Current 93, de David Tibet, llevó esa herencia al apocalipsis místico-folk; Death in June fundió simbolismo, guerra y ocultismo en neofolk ceremonial.
Incluso los Beatles lo incluyeron en la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967), confirmando que magia y música popular comparten la misma raíz: romper, trascender, desafiar.
Entonces, ¿genio o farsante?
Durante sus últimos años, Crowley sobrevivió entre escritos, discípulos dispersos y el uso constante de sustancias que mantenían su cuerpo en pie y su mente en trance. A pesar del deterioro físico, siguió predicando Thelema con la misma intensidad de siempre.
En 1945 se retiró a Netherwood, una pensión en Hastings, Inglaterra, donde dos años después —el 1 de diciembre de 1947— afrontó su muerte como lo había hecho con la vida: como un acto consciente. A ese momento lo llamó “La Gran Fiesta”, el ritual final con el que un thelemita celebra su tránsito al siguiente plano.
Con el paso del tiempo, a 78 años de su partida, Crowley sigue dividiendo: ¿visionario de la libertad o charlatán disfrazado de místico?
Sus seguidores lo idolatran; sus detractores lo tachan de manipulador. Lo cierto es que, décadas después, su nombre todavía provoca desasosiego, sacude, perturba. Tal vez porque su verdadero poder no estaba en la magia, sino en eso: obligarnos a mirar la parte más oscura de la libertad… y preguntarnos si realmente estamos listos para vivirla.