El 5 de octubre de 1972, Saltillo se estremeció por un accidente ferroviario que todavía hoy resuena en la memoria. El tren Peregrino, procedente de Real de Catorce y cargado de familias que regresaban tras visitar a San Francisco de Asís, se descarriló en el tramo conocido como Puente Moreno, al sur de la ciudad. Lo que debía ser un viaje de fe terminó convertido en la tragedia ferroviaria más dolorosa en la historia de Coahuila y de México
La versión oficial habló de 234 muertos. Sin embargo, los testigos que estuvieron ahí aseguran que fueron muchos más, quizá más de mil, pues el convoy de 22 vagones viajaba saturado de fieles, incluidos niños que no pagaban boleto. Las cifras nunca cuadraron y, con el paso del tiempo, la brecha entre lo oficial y lo vivido se convirtió en uno de los grandes enigmas de esta tragedia.

El recuerdo del caos
Antonio de la Cruz Rodríguez tenía apenas 19 años cuando escuchó la noticia. Se encontraba en una boda en su barrio de la colonia Obregón cuando un hombre irrumpió con la voz cortada por la desesperación: “¡El tren se descarriló en Puente Moreno!”.
El ambiente festivo se apagó de golpe. La música calló y las miradas se cruzaron incrédulas. Antonio salió corriendo y subió junto con un amigo a la camioneta verde de un carpintero de la colonia. El trayecto fue corto, pero en su memoria se extendió como una eternidad. A medida que se acercaban, el olor a humo y el resplandor de pequeñas llamas en la oscuridad confirmaban que algo terrible había ocurrido.
“Cuando llegamos era un caos: vagones volcados, cuerpos atrapados, gritos por todas partes”, recuerda Antonio. La escena parecía una pesadilla. Hierros retorcidos, ventanas destruidas, personas que pedían ayuda y otras que yacían inmóviles en la tierra.

Los primeros en llegar fueron estudiantes de la Universidad Agraria Antonio Narro, que desde sus dormitorios cercanos corrieron hacia el lugar. Improvisaron camillas con tablas y cobijas, comenzaron a sacar heridos y, junto a vecinos y voluntarios, se metieron entre los vagones sin pensar en el riesgo de quedar atrapados ellos mismos.
La solidaridad fue instinto. Hombres y mujeres comunes se transformaron en rescatistas improvisados. Con linternas prestadas buscaban sobrevivientes, cargaban niños, arrastraban cuerpos y abrían paso entre el humo.
El chirriar de los fierros y el olor a madera quemada se mezclaban con los gritos desgarradores de quienes pedían auxilio. En la penumbra de esa noche, cada sombra parecía una nueva víctima.

"Murió en mis brazos”
En medio de la confusión, Antonio reconoció a su tía Goya agonizando en el suelo. Apenas pudo acercarse cuando otro instante lo marcaría para siempre. Una niña de alrededor de nueve años, llamada Refugio, se aferró a su pantalón con la mano temblorosa.
“Me tomó del pantalón y pedía auxilio. La cargué, pero murió en mis brazos. Esa imagen nunca se me borró”, relata. Un fotógrafo que estaba en el lugar inmortalizó ese momento: Antonio con la niña en brazos. La fotografía fue publicada en medios nacionales, dio la vuelta al mundo y fue reconocida con premios de periodismo. Más allá de las cifras y las investigaciones, esa imagen se convirtió en símbolo del desastre, en un retrato crudo de lo que aquella noche significó para Saltillo.
Los testimonios coinciden en que los vagones se telescopiaron al descarrilarse. Algunos pasajeros quedaron prensados, otros colgaban de las ventanillas, muchos más fueron degollados por los vidrios rotos. El fuego comenzaba a propagarse y amenazaba con consumir lo que quedaba de los vagones.
“Era un ir y venir de sirenas. No sabías si cargabas a un herido o a un muerto”, recuerda Antonio. El movimiento de ambulancias y patrullas no se detuvo en toda la madrugada. Los hospitales de Saltillo quedaron saturados en cuestión de horas. Médicos, enfermeras y voluntarios trabajaron sin descanso, mientras los cuerpos se acumulaban en pasillos y patios.
La magnitud del desastre obligó a improvisar morgues. Familias enteras recorrían hospitales y oficinas en busca de sus seres queridos. La incertidumbre creció a la par del dolor: las listas oficiales nunca coincidían con los nombres que la gente buscaba desesperada.
El desconcierto se convirtió en rabia y en resignación, todo al mismo tiempo, porque nadie podía dar una explicación clara de lo que había ocurrido.

Comunidad de luto
Durante días, la ciudad se sumió en un duelo fatídico. Los cortejos fúnebres se multiplicaron y el sonido de las campanas marcaba el paso de cada despedida. En barrios enteros, el luto fue absoluto. Las calles se llenaron de altares improvisados, de velas encendidas, de fotografías enmarcadas en blanco y negro. El ambiente se impregnó de un silencio pesado, apenas roto por los rezos que se escuchaban desde las casas.
El maquinista, Melchor Sánchez Echeverría, fue señalado por algunos de conducir bajo los efectos del alcohol. Sin embargo, quienes lo conocieron lo describieron como un hombre íntegro, disciplinado y de gran reputación en el oficio ferroviario. Antonio lo desmiente con firmeza: “Yo subí a la locomotora. No había botellas ni mujeres, como se dijo. Él era un buen ferroviario”.
Las investigaciones oficiales apuntaron a fallas en los frenos y al exceso de peso. El tren Peregrino viajaba con sobrecupo evidente, lo que complicaba el control en un tramo sinuoso. Otros, como el entonces director de Ferrocarriles Nacionales, Víctor Manuel Villaseñor, aseguraron que se trataba de un sabotaje. Ninguna versión logró imponerse como verdad absoluta, y con el tiempo, el misterio solo se acrecentó.
Lo cierto es que, más de medio siglo después, las causas siguen envueltas en dudas. Ningún peritaje ni testimonio logró ofrecer una explicación definitiva. Lo que permanece es la memoria del dolor y la certeza de que aquella noche, la fe de cientos de peregrinos se encontró con la tragedia.

En los ojos del mundo
El descarrilamiento de Puente Moreno no solo dejó un número incierto de muertos y heridos. Dejó también una ciudad marcada. Saltillo, acostumbrada a su ritmo pausado, se vio de pronto transformada en un escenario de duelo colectivo. Los periódicos de la época relataron funerales masivos, calles enteras de luto y familias que nunca volvieron a ser las mismas. La tragedia se convirtió en tema de conversación inevitable en mercados, plazas y hogares.
Las fotografías en blanco y negro, las portadas de los diarios nacionales y las crónicas de reporteros enviados desde la Ciudad de México mostraron a Saltillo bajo un lente doloroso y distinto. La ciudad, que rara vez figuraba en titulares, apareció de pronto en periódicos de Europa y América Latina como escenario de una de las tragedias ferroviarias más impactantes del continente.

Hoy, a 53 años del descarrilamiento, la herida permanece abierta. El sitio, en el kilómetro cinco, guarda un silencio que contrasta con el estruendo de aquella noche. Quienes visitan el lugar aseguran que aún parece flotar en el aire el eco de las sirenas y los gritos de auxilio. Cada aniversario, familiares y sobrevivientes regresan para encender velas, colocar flores y rendir homenaje a las víctimas. La cifra oficial nunca convenció, y la duda sobre cuántos murieron realmente es, hasta hoy, parte inseparable de la historia.

Más allá de las estadísticas, el recuerdo vive en las historias. En los brazos de Antonio que sostuvieron a Refugio. En las familias que nunca recuperaron a los suyos. En los barrios que vistieron de luto por semanas. En la fotografía que recorrió el mundo y mostró el rostro humano de la tragedia. En las voces de los sobrevivientes que todavía hoy repasan, con lágrimas, cómo aquella noche de fe se transformó en un capítulo oscuro.
El tren peregrino que partió de Real de Catorce con cientos de fieles regresando de su devoción a San Francisco de Asís terminó descarrilado en Saltillo. Medio siglo después, su memoria continúa ardiendo en la ciudad. La imagen de Antonio con la niña en brazos sigue siendo recordada como el símbolo de una tragedia que transformó a Saltillo para siempre. No fue solo un accidente ferroviario: fue un capítulo de la historia que aún hoy interroga al tiempo y que, 53 años después, sigue siendo una herida imposible de cerrar.
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