Me habría gustado recomendar el “Breve discurso sobre la cultura” de Mario Vargas Llosa (se halla fácilmente en letraslibres.com), aunque discrepo en muchas cosas; o quizá precisamente porque discrepo. Leer con entusiasmo, desde el disenso y el desacuerdo, pero con placer y goce es una disciplina civilizadora: libera, ensancha y me vuelve más inteligente de lo que soy. Su idea de alta cultura no me parece nada mal, pero hoy me preocupa que parezca superflua: vivimos tiempos canallas y nuestro descontento acosa a la sustancia que puede dar sentido a la discusión; es decir, al hecho simple de discrepar y concordar con nuestros interlocutores. Lo dijo Platón: El sentido de una civilización es la calidad de la conversación. Después lo dijo Erasmo y lo recogieron Hutchins y Adler en un programa maravilloso, La gran conversación: los grandes clásicos y las guías para leerlos, debatir, encaramarnos en sus hombros y ver mucho más allá.
Digo que ése es el elemento faltante en la propuesta de Vargas Llosa: el agujero que nos traspasa como seres humanos. La cultura será alta o baja, como se quiera, pero existe bajo una especie peculiar de falta. Quien se da cuenta de su ignorancia, hará algo por paliarla. La inteligencia, la conciencia misma, surgen de la insuficiencia. Muchos animales son capaces de llevar a cabo complejos procesos ilativos. Koko, el gorila; Kanzi, el bonobo, las orcas que cazan a la foca en el témpano, o los monos que usan herramientas. Ningún animal se ha hecho una pregunta; y la conciencia surge de la pregunta: el saber que algo no se sabe; la necesidad de saber. La pungente necesidad de reparar la insuficiencia. La cultura es un extraño bucle en el hilo de la ignorancia.
Pero si ha de ser cultura, hablamos de “cierta” ignorancia: la de quien es capaz de darse cuenta de que ignora. No hay nada que construir con quien no sabe que no sabe, o no entiende que no entiende: son como corchos; es decir, ése que está absolutamente seguro de que sabe y no hay más corrección que la de su tribu. En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset encuentra en ese rasgo el germen del hombre necio, masificado, a quien define como “un ser que encuentra dentro de sí un repertorio de ideas, que nunca se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. Ortega veía esto con repugnancia: ese ser que se cree completo, no echa de menos nada fuera de sí: es “un sujeto sin poros”, “incapaz de transmigraciones”, dice. Notable que, precisamente Hannah Arendt, en su libro sobre el juicio de Eichmann, se topa con un personaje que vive convencido de nunca haber actuado mal: cumplió con su deber, era un buen padre, un buen hermano, buen hijo... un ser sin malos deseos. Y, de ahí, la famosísima sentencia: lo verdaderamente temible del mal es su banalidad. Banalidad que puede ir revestida incluso de buenos deseos y del cumplimiento del deber.
Disfruto mucho leer a Vargas Llosa. Y discrepar. Me desanima muchísimo ver que, en este país y en estas fechas, la discusión se lleva a cabo entre sordos, sin huecos, ni siquiera para oír. Ortega escribió su Rebelión en 1930. Seis años después, el debate era de balas.