A Petrarca se le deben casi todos los tópicos de la poesía amorosa occidental, la formalización de muchísimos modos literarios, y el origen del Humanismo, pero también la condenación injusta y eterna de la Edad Oscura —que así llamó a la Edad Media—. Y no importa que Duby, Eco y muchos vuelvan a explicar que el Medievo está lejos de haber sido una era oscura, la leyenda negra es más perseverante.
Petrarca se quejaba de que las formas de la herencia eclesiástica habían “pervertido el latín y olvidado el griego”. Decidió restaurar el brillo que tuvo el latín en la era de Cicerón. El latín de clérigos y juristas se corrompió porque dejó de ser coloquial y literario para convertirse en lengua de autoridades y jurídica. Empezó por recuperar la forma más simple de referirse a la segunda persona, y le escribe al papa con su latín restaurado.
Juan Olmutiense, su amigo obispo, lo reconviene por andar tuteando al papa. Pero Petrarca responde con un desafío: “No cambiaré el estilo... y en esto mismo me gloriaré modesta y familiarmente contigo, porque a aquel estilo de los padres, femenino y sin vigor, yo solo, o al menos el primero por Italia, parezco haber cambiado y haber recuperado el estilo viril y sólido”.
Lorenzo Valla (“el perfecto”, quizá el mayor gramático del Renacimiento) lo pone en su lugar. Ese latín de Petrarca tuvo su arrojo y todo, pero no era el de Cicerón. Eso le pasa por petulante y por eso se cargó con la fama injusta de ignorante. Cometió y fue víctima de injusticias.
Pero en esa misma carta dice algo interesantísimo: “rechazaré las lisonjas y las meras tonterías de los modernos”. O sea que, según Petrarca, los modernos son los medievales, los que escriben en latín mortecino, con esa moderna blanditia afeminada. El Renacimiento invertiría los términos: haría modernos a los griegos y al latín clásico, y vería como vejestorios a los tradicionalistas de las universidades, con su latín pobretón e inexpresivo.
Petrarca cambió el estilo: introdujo el tuteo, que lleva un lugar distinto en el diálogo, mucho más coloquial, respondón, igualado (cosa importantísima para imaginar la vida política y los albores de los estudios independientes de la Iglesia, las artes liberales, pues) y con ello, aunque metiera las patas, incidió en la recuperación de los clásicos. Y ni siquiera distinguió su propio lugar: murió creyendo que su inmortalidad vendría de su escritura latina. No supo que la inmortalidad lo mordería desde su lengua vulgar, el italiano, y que él mismo sería el primer moderno.