Hace unos días, en una tertulia platicaba con varios coreógrafos y bailarines sobre el trabajo cotidiano en la danza, y pensé en la idea de compartir en este espacio algunas de las vivencias que a diario experimentan los profesionales de este arte, pues en muy pocas ocasiones el grueso de la sociedad se detiene a pensar en todo lo que esconde —y sustenta—un instante efímero del arte escénico.
Aunque muchos profesionistas de diversas áreas del desarrollo humano sostienen que se preparan o actualizan constantemente, el de los bailarines es un esfuerzo que implica, por lo menos, hacer una clase diaria para mantener la técnica necesaria para acudir a las audiciones o para mantenerse dentro de los proyectos en los que ya de por sí se encuentran bailando.
Muchos tienen más de un proyecto en donde bailar, y además se desempeñan como maestros. En más de una ocasión parece que poseen el don de la ubicuidad: “Voy a empezar temporada en Toluca y el día de la conferencia de prensa debo estar también en el Centro de la Ciudad de México para el estreno de Romeo y Julieta”, me decía con absoluta naturalidad una bailarina durante el aquelarre.
Después de escuchar aquella anécdota con absoluta normalidad, la mesa comentó los pormenores de la audición para la nueva etapa del Taller Coreográfico de la UNAM para entonces hablar de las audiciones, así, en general. “Qué inmensa capacidad tenemos los bailarines para vivir siempre bajo presión”, pensé mientras escuchaba los testimonios de las batallas por obtener un lugar en los pocos proyectos de la danza nacional.
La subjetividad a la que siempre se está sujeto y que determina conseguir roles o no, proyectos y becas, y que provoca ser implacablemente críticos del trabajo ajeno pero, sobre todo, del desempeño propio, me hace pensar en los bailarines y coreógrafos como criaturas mitológicas: amenazados por las lesiones y el desempleo, aunque sin un sentido trágico de la profesión. Por el contrario, me encantaría describir detalladamente las risas y gestos de plenitud que aquella noche compartimos.
Atestigüé un auténtico ritual que reunió la catarsis de aquellos que hacen de su cuerpo un medio de expresión y comunicación con un sentido de entrega absoluto, y del que al salir no pude menos que pensar: la danza es un universo muy otro.