Darwin se tardó mucho en asentarse. Veía las cosas a contrapelo de la ideología occidental. A Schopenhauer le venía como anillo al dedo la intuición de Lamarck: los animales —la vida toda— evoluciona por voluntad. No se trata de algo que ejerza cada individuo según arbitrio sino de aquello que norma la existencia de todo lo que hay, incluso desde antes y más allá de lo que pueda decidir la mente o el cerebro. La voluntad es la fuerza motriz de toda la existencia. Pone ejemplos de insectos, "cuyo cerebro no predomina sobre los ganglios de cada parte", y pueden reproducirse o continuar parcialmente su vida incluso sin cerebro. Y asesta la imagen del horror: las cucarachas pueden continuar activas durante días y poner huevos incluso decapitadas.
Es una visión infernal que comparte, empíricamente, morfología y maldad con los terrores de la modernidad: el ser que actúa sin espíritu o mente (el auge del zombi, por ejemplo), aquello que ha de sobrevivir de modo puramente biológico. Un horror nos eriza los pelos porque quizá preferiríamos no ser que ser solo un cuerpo carente de imaginación, pensamiento, intuiciones ulteriores. Cosas vivas, con órganos de voluntad ciega, ganglionar.
Y es miedo que recorre al mundo occidental: no ser más que naturaleza; miedo que se desata con las distintas versiones de la idea evolutiva, donde abundan ideas populares de lucha, supervivencia, fuerza, adaptación y la constante amenaza de perecer sin que le importe un cuerno al universo. Es la más antigua versión del diablo: Belcebú, el señor de las moscas. Y el adagio que Goethe fijaría: "Dios hizo al mundo, pero el diablo hizo al insecto". Incluso entre autores lejanos de la paranoia, el riesgo de la supervivencia juega su lote. El gran renovador de la historiografía, Jules Michelet, en El Insecto (Conaculta, 2002) dice: "pongamos de un lado al mundo y a los insectos del otro: ellos lo aventajan".
Cuando en 1971 se estrenó La crónica Hellstrom (está en YouTube), fue motivo de clase; nos dejaban de tarea ir a verla: "La Tierra fue creada, no con la ternura del amor sino con la violencia brutal...", así comenzaba. Imágenes ya avejentadas y una narrativa berrenda, entre documental científico, película de terror y amenaza apocalíptica: estamos en una guerra de supervivencia contra un ejército sin mente, sin escrúpulos, que funciona como una pura máquina: los insectos. Todas las especies se hallan a la baja; solo dos clases incrementan su población: los humanos, porque pueden transformar la tierra, y los insectos, porque se adaptan a todo. Y Niels Hellstrom (ficticio científico) lo presenta como una lucha final de supervivencia. La idea rectora: toda especie tiene como objetivo sobrevivir y la supervivencia es una lucha a muerte.
Hoy, desde luego, la mentalidad ha cambiado: los niños y la mayoría de los jóvenes ya no ven a la bomba de flit como un aliado de la civilización sino como el enemigo que debiéramos combatir. En 30 años el mundo mudó un juicio que venía arrastrando de milenios. Y fue una evolución darwiniana: como una mutación, no para una lucha de voluntad sino como cambio súbito que abre nuevas relaciones con el mundo.