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Paraíso en casa

Presentamos un fragmento de la más reciente novela del escritor mexicano, una cruda versión de lo que significa la ironía, publicada por Alfaguara y a unos días de que llegue a librerías


El autor del anterior segmento se llama Regino Félix Félix, un ingeniero nacido en Ciudad de México que desde mediados de 2014 ha venido a engrosar las filas de quienes, procedentes de distintos puntos de la República, han hecho de la Blanca Mérida, Yucatán, su nuevo hogar. Regino decidió trasladarse aquí con su esposa Nayelli Fuet Reséndiz y sus hijos Ana Claudia, de catorce años, y Álvaro, de ocho. ¿Qué motivó a la familia Félix Fuet a tomar una decisión tan importante? Un hecho muy simple. Una mañana, Regino salía del banco tras haber retirado de su cuenta tres mil dólares en efectivo. Parte de ese dinero lo iba a destinar a pagos de su empresa constructora, y otro monto se lo reservaría para pequeños gastos durante el viaje a Miami que tenían programado realizar el siguiente fin de semana. Bajó a pie por una rampa al estacionamiento de Plaza Coyoacán. Abordó su Renault Fluence (no manejaba un auto más acorde a sus ingresos precisamente para no llamar la atención). Accionó la llave de encendido y se aproximó al túnel de salida. Cuando estaba por meter el boleto en la máquina de la barrera electrónica, apareció de la nada un sujeto de gorra y con el rostro cubierto por un paliacate, que se situó junto a la ventanilla abierta y lo encañonó. Por uno de esos gestos entre inconscientes y supersticiosos que ensayamos al especular sobre un posible daño, Regino se había metido el fajo de billetes en el bolsillo izquierdo. Así que extrajo la cartera del bolsillo derecho y se la entregó al desconocido. “No te hagas pendejo”, lo acabaron de intimidar. “Dame también los dólares o te quiebro aquí mismo”. Todo pasó en cuestión de segundos. El asaltante se esfumó de su vista y Regino tuvo que apearse para recoger el boleto cuyo importe había cubierto en los cajeros automáticos de arriba. Estuvo un rato intentando meterlo en la ranura porque no podía controlar el temblor de sus manos. Salió por fin del estacionamiento a un día apacible y luminoso. Detuvo el coche en una esquina, hizo las llamadas necesarias y se soltó a llorar de impotencia.

A Regino, nacido en 1964, nunca le han faltado recursos. Ni siquiera cuando su padre, un magnate del negocio inmobiliario que cometió el desliz de meterse a política como asambleísta del hoy extinto por decreto Distrito Federal, estaba vivo y aún no le heredaba. Ese aspecto, por tanto, el del dinero, no fue un problema para que todos se mudaran a Mérida, como tampoco lo ha sido integrarse, como socio mayoritario, en una de las más exitosas empresas de proyectos desarrollistas que, desde principios del nuevo siglo, han cambiado la fisonomía de una ciudad pujante, la perla del Sureste, la Manhattan del Caribe, que ya hasta un puñado de rascacielos presume. El problema no fue ése, ni siquiera la socorrida y previsible broma de que le digan el huach Félix a cada rato. Nayelli, doce años más joven que él, se crio asimismo en el seno de una familia acomodada, y además ha sabido incrementar sus haberes con la consolidación de un despacho de traducción de documentos legales, no en balde recibió una educación de primera en una de las universidades de la Ivy League. Pero Nayelli —y aquí viene el problema— odió la ciudad y sus habitantes, su clima extremo, casi al instante mismo que aterrizaron en el Aeropuerto Internacional Manuel Crescencio Rejón, esta vez no para hacer turismo sino para radicarse en un nuevo entorno tropical. Con todo, el clan familiar consiguió sobrellevar la situación poco más de año y medio, hasta que, después de unas infaustas celebraciones de fin de año en el DF, Nayelli le comunicó que tendría que regresar solito a Mérida, si se empeñaba en ello. Regino reaccionó de la peor forma posible, no podía comprender, por así decir, la incomprensión de su mujer. El damnificado, le reprochó con furia, había sido él. Pero Nayelli no se ablandó, todo lo contrario. Le dio instrucciones precisas para que, a su vuelta, empacara las cosas de los niños y de ella, y para que se las mandara de inmediato. Regino no podía ser tan egoísta, y aunque todos lamentamos lo que te ocurrió, eso no le otorgaba derecho a esperar que los demás cancelaran su vida para siempre. Las escuelas en Mérida eran pésimas. Sus socios de la casta divina, unos cretinos sexistas que se pavoneaban como pavorreales, si Regino le permitía el pleonasmo. ¿Cómo alguien, quien fuera, podía, por otra parte, pensar algo con el cerebro cociéndosele a más de 40ºC día y noche, a sol y sombra? El atraco que sufrió Regino, nadie lo negaba, había sido un hecho desagradable, pero en comparación con lo que pasaba en un país donde a diario se decapitan personas como quien desgrana maíz para los puercos, pues quizá iba siendo hora de restarle trascendencia y ubicarlo en su justa dimensión.

Hace poco Nayelli, en una conversación telefónica a propósito de las condiciones en que habrán de pactar el divorcio, le confesó que no habían sido la pascua y el año nuevo, en sí, los factores determinantes para que ella resolviera separarse de él. Esas fiestas habían sido solo la puntilla. El viaje a Celestún en noviembre del año pasado (que casualmente había coincidido con el viernes negro de los atentados de París), en cambio, superó su capacidad de tolerancia y resistencia. “¡Qué pesadilla, no quiero ni recordarlo!”, rezongó Nayelli a través del auricular. “Ese bicho, ese ente, ni siquiera los productores de Alien hubieran podido imaginar un monstruo parecido”.

Así, pues, estaban las cosas. Él acá, solito, en Mérida. Los chicos allá, en Imecalandia, aprendiendo a extrañarlo cada vez menos mientras Regino padecía cada vez más su ausencia y, Nayelli, inflexible en su postura. En ocasiones le sorprendía que se tratara de la misma compañera con la que había compartido tantas alegrías y afrontado tantos sinsabores. Pero de qué otra manera se podía definir la existencia. Las vicisitudes del capricho, o el capricho de las vicisitudes. Un día los astros se conjuntaban y todo en la vida fluía como un arroyo entre las frondas mecidas por el viento. Otro, los nubarrones anunciaban la tormenta, los cabos se soltaban de las amuras, el velamen se venía abajo. El capitán se aferra al timón pero para entonces ya es demasiado tarde. La tripulación ha huido en los botes, abandonando el barco.

Sin embargo, pese a la actual desazón que lo atenaza, Regino no está dispuesto a claudicar. No piensa volver a Ítaca, con independencia de los mucho más frecuentes de lo que le gustaría viajes al terruño que debe efectuar para atender diversos asuntos. Si Odiseo hubiera nacido en estos tiempos, se habría dado cuenta de la ridiculez romántica de su empeño, en un mundo líquido donde nada perdura, donde las personas y las casas también son intercambiables y desechables. Para qué volver a Ítaca si se puede comprar otra Ítaca más o menos de las mismas características y hasta más barata. Cuidado, Regino, aléjate del pesimismo, es un alacrán disfrazado de mariposa. Como sea, no está dispuesto a rogarle a Nayelli, qué caso tendría si está claro que no piensa aceptarlo otra vez a su lado. Bueno, si se sincera, nada desearía más que la oportunidad de recobrar a su mujer en vías de transformarse en su ex. De hacer nuevamente escala en su Ítaca particular, pero una Ítaca portátil. Que se pudiera trasladar acá, a Mérida. Bajo sus propias reglas —al menos alguna de ellas—, no siempre las que quiere imponer Nayelli.

A todo esto, la alusión al mítico topónimo, símbolo del hogar recuperado, no constituye meramente un cultismo gratuito. Hay un aspecto de la personalidad de Regino que ha llegado el momento de revelar: siempre le ha gustado leer novelas y relatos. No se desconoce, al afirmar esto, el riesgo de incurrir en cliché, aunque en última instancia será culpa de Regino, quien se ha obstinado en hacer de la lectura un hábito de vida. Podría entonces sostenerse que, pese a su cabeza ingenieril, no es por completo inculto en materia literaria. Con probabilidad sea naif, pero sería un error tildarlo de ignorante. Son datos a considerar: lo carcome el gusanillo del arte literario —¡un letraherido más!, dirían los críticos, si aún subsistieran—, y siente que ha sido maltratado injustamente. Por el asaltante y por su esposa. Regino, en definitiva, como casi todos, necesita saldar cuentas, reivindicar su orgullo y hombría, vengarse de algún modo de la realidad. ¿Cómo? Haciendo algo que el mundo entero planea hacer en alguna etapa de su vida pero que muy pocos, en términos estadísticos y demográficos, afortunadamente, llevan a cabo. La escritura de un libro. ¿Qué clase de libro? Una novela, claro, que en el fondo hable de su resentimiento, como canal para expurgarlo, y que al mismo tiempo, en clave metafórica o en un registro descriptivo, coquetee con el reportaje periodístico, todavía no lo decide, o tal vez ni siquiera lo sepa, y que hable también de un país en estado de descomposición. No porque en él sea posible que un infeliz cualquiera te arrebate tres mil dólares y el afecto de tu mujer. Eso puede pasar en cualquier parte. Tiene en mente algo más profundo, atroz y difícil de explicar. Algo que quizá hasta sea objetivamente inexplicable. Por lo pronto se conforma, como un imponente sacerdote que agita el hisopo ante la pila, con el logro de ser capaz de bautizar la idea de su proyecto: una novela de amor perdido y denuncia social.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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