Este año se cumplen 90 de que el más consumado esteta que hemos tenido, José Juan Tablada, diera a las prensas su Historia del arte en México (1927). El libro me parece notable no solo porque corona una vida dedicada al trabajo crítico, sino por su eminente valor histórico: es el primero que, al amparo de los cambios propiciados por la Revolución mexicana, incorpora sin ninguna vacilación las aportaciones del arte prehispánico a una historia que, lejos de menospreciarlo o ignorarlo, como se acostumbraba hasta entonces, lo considera como el fundamento de todo lo que vendrá. Sostiene Tablada: “Comenzamos a darnos cuenta que si en algo no debemos ser tributarios del extranjero, es en cuestiones de arte. Distinguimos que México, entre todas las naciones del Continente, es la única que tiene una gran tradición artística, indígena, colonial y moderna y principiamos a saber que la cultura que poseemos desde Netzahualcóyotl, es creadora y productiva, superior a cierta civilización que puede faltarnos, pero que en dado caso no es sino reproductiva” (subrayado en el original).
Los mexicanos tendríamos que sentirnos orgullosos de los artistas plásticos que han trabajado aquí desde la aurora de los tiempos. “No ha habido un solo instante en la vida mexicana —observa Tablada— que no se hayan producido objetos de arte y de belleza”. ¿Cómo armonizar esta realidad estética con los fieros sacrificios humanos practicados durante las ceremonias religiosas? Tablada invoca aquí un simultaneísmo más que aleccionador: “Mientras el fiero sacerdote de Huitzilopochtli destroza el pecho de las víctimas humanas, el tlacuilo pinta frescos monumentales y expresivos códices; el ceramista modela ánforas y vasos que decora luego con sabio pincel”. A lo que agrega, categórico: “Aun bajo los terrores de la teogonía azteca, aun con los pies en la sangre humana que desde lo alto del Gran Teocalli y de los demás templetes corría inundando la ciudad indígena, aun en medio de las batallas sempiternas, aquellos artífices […] pudieron encantar la vida de los demás con las obras de su grave pensamiento, de su sensibilidad armoniosa, de sus manos rítmicas”.
Sintonizando de algún modo con las vanguardias europeas que en las primeras décadas del siglo XX descubrieron y dieron nuevo valor al arte llamado “primitivo” (las máscaras africanas, por ejemplo), Tablada también encuentra en ciertas configuraciones del arte indígena vislumbres de la estética contemporánea. Al describir las características plásticas del códice Fejervary Mayer, por ejemplo, Tablada elogia el talento del tlacuilo y su capacidad de crear “figuras de gran fuerza decorativa y expresiva, como el Mictlantecutli o Señor de los Muertos, el Xolotl Azul, y sobre todo, ese Tzinacan o Dios Murciélago, verdadera creación del expresionismo, digna de los modernos escenarios rusos, anticipando hace siglos el modernismo de nuestros días”.
Algo semejante discurre en torno a la portentosa figura de la Coatlicue. “Este último monumento —afirma Tablada—, aunque integrado por elementos reales, asume las vastas proporciones de una creación abstracta. Parece un producto de la moderna filosofía cubista. Es el más formidable monumento del Terror y del Espanto que la humanidad haya plasmado”.
Una tal reivindicación del arte prehispánico resulta excepcional si se considera que hasta ese momento lo habitual, incluso entre la capa ilustrada de los ateneístas, era desestimar e incluso renegar de esta etapa de nuestra historia. En efecto, en El monismo estético de José Vasconcelos (Cvltura, México, 1918), a la hora de considerar el capital histórico con el que contaría un arte genuinamente latinoamericano, el autor deplora lo que él mismo llama “el culto arqueológico del arte indígena” y sostiene que no podemos alimentar el presente basándonos en nuestros turbios orígenes que remiten más bien a una época de decadencia. En dado caso, si existen hilos sanos con los que podemos tejer nuestro crecimiento, habría que encontrarlos en el arte arquitectónico de la Colonia, que aporta “un estilo macizo y noble” donde parecería expresarse “lo que quiere ser nuestra propia alma nueva”.
El desdén por la tradición indígena, que acaso solo podría tener un interés “anticuario” basado en la curiosidad arqueológica, lo reitera otro distinguido ateneísta, Alfonso Reyes, en uno de sus textos más celebrados: Visión de Anáhuac (1915). La profusa cornucopia de las páginas iniciales de este ensayo ha impedido ver a los especialistas que Reyes se deslinda del “bárbaro azteca”, en el que triunfó “el dios sanguinario y zurdo de los sacrificios humanos”. Los indígenas no solo son para el ensayista la “raza de ayer” (sic), es decir, algo del pasado, sino que, para evitar confusiones, declara: “No soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena”. Esa tradición, según Reyes, nos es ajena. No existe ningún hilo cordial ni vital que nos vincule con la historia precortesiana. En dado caso, compartimos con esos antiguos pobladores (ahora inexistentes) el mismo paisaje, el mismo escenario histórico: el valle, los volcanes, etcétera. Es esta circunstancia, meramente accidental, y exterior, por lo tanto, la que nos lleva a ponderar, por decir algo, la figura de Netzahualcóyotl. Hay que leer con sumo cuidado estas palabras conclusivas de Reyes que le sirven para racionalizar su perentoria inclinación por la belleza, ese valor eterno: “Si esta tradición nos fuere ajena, está como quiera en nuestras manos, y solo nosotros disponemos de ella. No renunciaremos —oh Keats— a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces” (el subrayado es mío).
Diecisiete años después, en su “Discurso por Virgilio” (1932), Reyes va todavía más lejos en su eurocéntrico desdén al grado de que incurre, sin reparar en ello, en una suerte de genocidio simbólico: “No tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino solo una visión fragmentaria, sin más valor que el que inspiran la curiosidad, la arqueología: un pasado absoluto”. La frase produce calosfríos: ¿la cultura indígena, un pasado absoluto, sin ningún valor para el presente? Pues sí, así la piensa Reyes, por eso agrega en seguida, explicando esta determinación: “No debemos engañarnos más ni perturbar a la gente con charlatanerías perniciosas: el espíritu mexicano está en el color que el agua latina, tal y como ella llegó ya hasta nosotros, adquirió aquí, en nuestra casa, al correr durante tres siglos lamiendo las arcillas rojas de nuestro suelo”. Es decir: nuestra verdadera historia comienza con la Conquista.
Sobre este telón de fondo en el que se advierte el tufo de los sepultureros o el de un colonialismo cultural que no se atreve a decir su nombre, cobra todo su valor la exaltación que emprende Tablada de los artistas indígenas en su Historia del arte en México, que perseveran en sus trabajos, por cierto, bajo las difíciles circunstancias de la Colonia y que prosiguen durante la Independencia para llegar hasta nuestros días. Como observa el autor: “La inquisición tortura y mata; el encomendero oprime y explota; y aun así, la belleza se produce y los artistas mexicanos continúan dando prestigio a la sombría religión católica, cada vez más lejana de Cristo, y encantando con sus producciones la vida de todos”.
Se equivocaría quien piense que a Tablada solo le importa el arte con mayúscula; también dedica muchos párrafos a los artesanos mexicanos, a las arcillas, a la joyería, a la vestimenta, al trabajo en metales, a los retablos, e incluso, de manera destacada, al llamado arte plumario. De este último, afirma Tablada: “He aquí el arte más genuinamente mexicano de todos los artes plásticos. Dijimos que aunque se le llamaba comúnmente mosaico, a nuestro juicio tenía más relación con la pintura, siendo, en efecto, una pintura en la que en vez de pigmentos se usaba la pluma de los pájaros”.
Son los artesanos, por cierto, a partir de la época de la Independencia, un bastión imprescindible para enfrentar a ese nuevo enemigo que nos ha deparado la historia: el industrialismo mecánico europeo y norteamericano. Dicho de otro modo: el arte como resistencia ante la penetración extranjera.
Después de dedicar un centenar de páginas al arte de la época prehispánica, y otro centenar más al arte de la Colonia, Tablada pasa de modo muy rápido —cosa de 40 páginas— por la época moderna (el pintor Velasco, con su paisajismo convencional, le parece muy limitado). Lo novedoso, y lo audaz, es que no concluye aquí su recorrido, sino que se adentra, no importa que en una apretada decena de páginas, en lo que él mismo llama el arte contemporáneo, de modo señalado en el arte de los nuevos muralistas: Rivera, Orozco, Mérida. Esta última sección se presta a reproches, justificados sin duda, pues antes que un ensayo en forma lo que nos ofrece el autor es una colección de fichas en torno a los dibujantes y pintores que le parecen significativos. En su descargo hay que decir que no se contaba con una perspectiva temporal que permitiera trazar en ese momento una visión de conjunto. Destaca, empero, la mano segura con la que afirma que Julio Ruelas “inauguró la era del arte moderno entre nosotros”. Sus juicios sobre Rivera son los de un visionario, y conservan hoy toda su actualidad: “Las decoraciones ejecutadas por Diego Rivera en la Escuela Preparatoria, Secretaría de Educación y Escuela de Agricultura de Chapingo, constituyen la obra más fuerte y de mayor sabiduría artística que hasta hoy haya sido ejecutada por los pintores nacionales, y sería una ejecutoria de cultura para cualquier nación del mundo que la poseyera”.
Se sabe que la Historia del arte en México, que Tablada redactó desde su exilio en Nueva York entre marzo y noviembre de 1923, habría sido una comisión de Vasconcelos, entonces al frente de la Secretaría de Educación Pública, con la idea de publicarla ese mismo año. La intempestiva renuncia del secretario demoró la publicación del libro, que habría de aparecer cuatro años más tarde bajo el sello de la Compañía Nacional Editora Águilas. En algún momento, Tablada se queja de que el Estado mexicano siempre ha considerado a los artistas “como seres antisociales, ajenos al bienestar de la comunidad”. Este reclamo, que bien podría estar dirigido contra la larga gestión porfirista, y contra los primeros años de la Revolución en el poder, deja lugar a un reconocimiento, no menos franco, a la labor del entonces secretario de Educación. Por eso escribe Tablada: “El único esfuerzo oficial en pro de los artistas nacionales, digno de tomarse en cuenta y aplaudirse, es llevado a cabo por el secretario de Educación, Vasconcelos, al hacer decorar los edificios del Estado por un grupo de artistas mexicanos”.
A finales de septiembre del año pasado, sin sospechar que fallecería a las pocas semanas, coincidí en una comida con Jorge Alberto Manrique y traté de extraerle algún juicio favorable sobre este libro. Fracasé en mi intento. Pienso que como alumno de Justino Fernández, Manrique veía con reserva los textos de un poeta como Tablada, que carecía de la formación teórica y hasta filosófica, podríamos agregar, con la que sí contaba Fernández, quien no por nada llegó a ser director del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
En favor de Tablada, empero, habría que argüir que el libro del que me ocupo es cuando menos diez años anterior a las primeras investigaciones de Justino Fernández. El giro revalorativo que nos propone su Historia del arte en México tiene pues el mérito de lo originario, de lo que adelantándose en el tiempo traza rutas por las que otros habrán de transitar. Otro argumento en favor de este “historiador lírico”, como lo llama mi amigo el investigador Luis Rius Caso, surge de una indispensable comparación. También Villaurrutia y Octavio Paz escribieron mucha y muy memorable crítica de arte, pero ninguno de los dos llegó a escribir un libro unitario y propositivo como lo hizo Tablada. Ya sería justo que alguna editorial nos ofreciera una reedición del mismo.