Cultura

Ni uno

SEMÁFORO

Le pido a mis alumnos que hallen en el mundo actual algún gobernante admirable, ya sea moral o intelectualmente. Por más que revisaron el mapa, no pudieron hallar un solo gobernante o mandatario que les produjera admiración. Sus juicios iban del desdén a la repugnancia. Y es que los ciudadanos comunes ya no tenemos ni cómo sospechar de que alguien proveniente de la clase política pudiera aportar ideas importantes, ni comportarse con una integridad u honestidad de las que pudiéramos construir ejemplo alguno. Los gobernantes del mundo son tontos y corruptos.

No es sensato suponer que las clases políticas se pudrieron de pronto, o que sean peores, todas, que en épocas pasadas. Sucedió otra cosa: nuestro acceso a la información es mucho mayor; por primera vez en la historia, la ciudadanía puede obligar a que las cosas públicas sean de verdad públicas. No es que los gobernantes de hoy sean peores que los del pasado: sucede que ahora sabemos que no son seres superiores sino habitantes de la medianía, irreparablemente mediocre, y que la corrupción habita en ellos precisamente porque su objetivo es corruptor: el poder.

La constatación de este asunto tiene varias aristas. La más importante: la historia cambió de modo profundo; ya no somos capaces de restaurar la mitología del pasado, cuando el gobernante quedaba investido del poder, ya por Dios mismo, ya por la sabiduría o la virtud. Hoy, el ciudadano medio asume, imaginariamente, su superioridad intelectual y moral respecto de los gobernantes.

Este nuevo orden imaginario produce todavía temor, porque aun no superamos la necesidad de protección paternal, por más que no haya sido sino un cruel abuso. Basta recordar cómo, tras la muerte del tirano, los pueblos creían que les esperaba el pandemónium en la más negra noche. Sucedió con Nerón, hace siglos, pero también recientemente: riadas de dolientes se abandonaron a la desesperanza cuando murieron Stalin, Trujillo y hasta el mamarracho de Hugo Chávez.

La historia política que viene construyéndose desde hace un par de siglos enfrenta dos formas de existencia: por un lado, el gobierno y el poder de un Estado; por el otro, la conciencia individual y sus vínculos sociales. En medio, ese terreno confuso, difícil, fácil de dañar (como muestra grotescamente el terrorismo) que llamamos “lo público”. La sociedad civil y el Estado se jaloneaban la autoridad sobre la cosa pública. Y, hasta hace muy, muy poco, parecía que la autoridad final residía en el Estado, pero, en el último round, a partir de que cundieron las redes sociales y la comunicación no arbitrada por instituciones públicas, la autoridad quedó en el terreno de la ciudadanía. Quizá definitivamente. Y la verdad es que no podría haber mejor noticia que la orfandad de mandones. Pero queda un miedo, exhibido obscenamente por el terrorismo: mientras las sociedades civiles curan su ética y moral, ¿quién se atreve a actuar con el poder necesario para terminar o disuadir la violencia? En nuestro mundo de autoridad ciudadana queda el atroz pendiente del poder y de sus actos. La autoridad y el poder están divorciados.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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