En su Areopagítica, John Milton dice que “podría referir lo que he visto y oído en otros países, donde la Inquisición tiraniza a los hombres”, y donde éstos “no hacían nada sino lamentar la condición servil a la que había sido llevada la cultura entre ellos”. Halló una censura ubicua, de súbditos amedrentados e ideas solapadas, pensamiento de cuchicheo. Intuyó que todo este ambiente malsano de miedo y prohibición “redundará, antes que nada, en el desaliento de toda ciencia y en la parálisis de la Verdad”.
El detonador de Milton fue la censura de un librito suyo sobre el divorcio, que imprimió sin permiso y acabó llevándolo ante los tribunales y, con su rabia famosa, decidió hacerse oír en pleno parlamento. Su discurso es la Areopagítica. Doble osadía: presentarse en el seno del poder y retar su decisión. Se trata del más grande alegato en favor de la libertad de conciencia y de expresión que finge pedir lo mismo que está esgrimiendo: “dadme la libertad de saber, de hablar y de argüir libremente, según mi conciencia, por encima de todas las libertades”. Después de Milton, queda desfondada no solo la prohibición de exponer las ideas sino también su sustento anterior: ¿quién se cree nadie para permitirse dar o no licencia para que las ideas sean dichas o incluso concebidas?
A lo largo de la Areopagítica y del Paraíso perdido, despliega un argumento brillante: no es libertad aquello que siempre lleva por el camino correcto, porque eso es destino, adecuación al orden divino y es todo lo que pueden los ángeles: acatar el orden de la divinidad. Pero los ángeles no pueden alcanzar la perfección humana, porque carecen de libertad. La libertad, por tanto, comienza con el error y, más allá, con la subversión: antes de Adán, Satanás dijo non serviam, lleno de envidia por la condición del hombre. De ahí la tentación y la caída. De ahí la libertad humana. Pero “la libertad no es sino la razón”, dice Milton. Comprendió que la razón misma era oposición. ¿Cómo pensar si no es entre términos opuestos? ¿Qué es pensar sino elegir racionalmente entre cosas que se impiden unas a otras? ¿A qué pensar si no fuera posible el error?
El parlamento que censuraba la imprenta se ha desplazado; dejó de ser gubernamental y hoy habita las redes sociales: un nuevo poder legislador que fustiga con erinias cibernéticas la libertad y que censura las palabras, incluso desde antes de que sean dichas. La censura supone que la conciencia del individuo es tan despreciable que requiere corrección desde antes de equivocarse.