Cuando me puse a leer el enorme pero ameno Mexico: A 500-Year History de Paul Gillingham, los periódicos mexicanos estaban concentrados de nuevo en el drama recurrente de la violencia política. En Uruapan, una ciudad mediana del occidente del país, un sicario adolescente, a las órdenes de un cártel del narcotráfico, había asesinado a tiros a un alcalde independiente de estilo ranchero elegido democráticamente.
El presunto asesino (abatido a tiros después de su detención) era hijo de un fabricante de guitarras de Paracho, un pueblo donde los miembros de la comunidad indígena purépecha llevan fabricando a mano este tipo de instrumentos desde el siglo XVI. El ataque se produjo cuando el alcalde asistía a un evento público por el Día de Muertos. Un par de semanas después, las protestas contra el gobierno nacional y su gestión de la violencia de los cárteles rodeaban el Palacio Nacional de Ciudad de México y se habían extendido por todo el país.
México durante cinco siglos
Al menos desde el fracaso de la coalición liberal encabezada por el presidente Francisco I. Madero —asesinado en un golpe de Estado en 1913 tras menos de dos años en el poder—, la historia de México se ha contado una y otra vez como la tragedia en cámara lenta de una nación condenada a intentar alcanzar su destino democrático y nunca conseguirlo. Es como si la única forma legítima de convertirse en un país válido y adulto fuera conseguir un sistema electoral duradero al estilo estadunidense, con una autoridad federal prístina que mantuviera una red de gobiernos representativos y ordenados.
A veces, sin embargo, como deja claro Gillingham, la democracia mexicana ha eclipsado a la estadunidense. La esclavitud fue abolida en 1837, unas dos décadas antes de la Emancipación en Estados Unidos. E incluso durante los años realmente oscuros y convulsos de la república de principios del siglo XIX, Gillingham afirma que: “los mexicanos disfrutaron de un sufragio más amplio que los de Estados Unidos y Reino Unido”.
Gillingham es un académico estadunidense, especializado en la historia y la política de México, adscrito a la Universidad Northwestern. Quizá porque ha sido testigo de la lenta erosión de la democracia liberal de Estados Unidos en los últimos años, adopta un enfoque más sutil hacia la práctica mexicana del autogobierno y las estrategias que han asegurado, hasta ahora, la integridad nacional del país.
Entiende, como lo hacemos los mexicanos, que es un milagro que el país exista en primer lugar, sobre todo si se tiene en cuenta que los muy diversos pueblos que han llamado a México su hogar han coexistido durante cinco siglos a pesar de la violencia y las luchas derivadas de sus frecuentes tira y afloja con los imperios español y francés. También hemos tolerado 200 años de implacable intimidación estadunidense.
Las 700 páginas del libro de Gillingham imponen y, sin embargo, se trata de una lectura absorbente, desde la cadencia divertida y escéptica de la primera línea que describe las estimaciones aderezadas que hicieron los españoles de los ejércitos indígenas que encontraron:
“Las cifras de lo que llamamos la conquista de México, al igual que las crónicas, tienden a no cuadrar”. Gillingham también puede ser encantadoramente informal. Se refiere a las interminables giras del presidente Lázaro Cárdenas en la década de 1930 como “banquetes políticos sudorosos”, y define el pulque, una antigua bebida sagrada que se ha puesto de moda entre la juventud urbana, como “viscoso, de color lechoso y horrible —o al menos, un gusto adquirido”. (Mis sobrinos y sobrinas mexicanos no estarían de acuerdo).
Mexico relata con diligencia grandes desplazamientos humanos y batallas épicas, y Gillingham vuelve constantemente a las fuerzas económicas mundiales que dieron forma a cada periodo de la historia del país, desde el colapso de la bolsa de valores de Londres en 1826, que hundió el valor de los bonos mexicanos justo cuando nacía la primera república, hasta el descubrimiento de oro en San Francisco en 1848, que casi habría saldado la deuda nacional, si no se hubiera producido apenas ocho días después de que México se viera obligado a ceder California a Estados Unidos.
Pero no es esto lo que más le interesa al autor. Página tras página, su narración parte de la experiencia a menor escala de las comunidades que persistieron bajo un poder que siempre ha sido más espectacular que fuerte. “Desde el principio”, dice, “México careció de uno de los principales atributos de un Estado funcional: un monopolio legítimo de la violencia”.
A lo largo de su libro, Gillingham tiende a ponerse del lado de la gente del pueblo: comprende el atractivo carismático del líder guerrillero Francisco Villa, quien dirigió la inmensa División del Norte del ejército revolucionario en 1914 y sigue siendo una figura polémica por sus métodos brutales. Se compadece del general Antonio López de Santa Anna, un brillante estratega que perdió Texas porque tomó una siesta en 1836. Y toma una respetuosa distancia crítica de los coqueteos con la celebridad del vocero zapatista, el subcomandante Marcos, quien ayudó a popularizar el movimiento indígena en la prensa internacional a principios del siglo XXI.
De la Nueva España al México independiente
Mexico mantiene la grosera tradición de marcar el inicio de la historia del territorio con la llegada de los europeos, pero Gillingham lo hace porque piensa que lo verdaderamente distintivo de la Nueva España —y de la posterior República Mexicana— es el hecho de que este fue el primer lugar del planeta en el que tantas comunidades radicalmente distintas tuvieron que encontrar la forma de compartir valores, sentimientos y tradiciones comunes.
Fue el arribo de los europeos, señala, lo que dio paso a las enormes migraciones de personas libres y esclavizadas de África y Asia al otro lado del mundo, por no hablar de Filipinas, que formó parte de la Nueva España de 1565 a 1821.
México se ufana de un legado de primeras veces y que Gillingham celebra con razón: el primer país del continente americano en elegir a un presidente negro, el único país de Norteamérica que ha tenido un presidente indígena.
Si la historia de Gillingham inspira alguna explicación particular de la supervivencia y el éxito de México como nación, esta residiría en el establecimiento temprano de políticas y prácticas de gobierno que han mantenido en equilibrio dos esferas de poder: los impulsos autoritarios nacionales —en algunos periodos fuertes, en otros gentiles— en perpetua negociación con las autoridades locales que representan genuinamente a las comunidades más pequeñas. (Esa negociación no siempre ha sido grata, pero ha producido una república con una estabilidad increíble: desde 1921, todos los traspasos de poder se han ceñido a una coreografía relativamente limpia y pacífica).
Los integrantes de las esferas de poder nacionales y locales comprenden su dependencia mutua y tienden a colaborar, hasta que dejan de hacerlo, como sucedió en la Guerra de Independencia que terminó en 1821 o en la Revolución de 1910. Desde el punto de vista de Gillingham, lo que parece definir la historia de México no son sus aproximaciones a una democracia formal, ni su obstinada resistencia a los poderes externos, sino el hecho de ser una república mestiza fluida por excelencia.
Hay un relato revelador que Gillingham cuenta al final de un capítulo sobre la Guerra de Independencia y el periodo posterior. Hacia 1840, un hacendado del estado de Yucatán intentó imponer un nuevo líder a la comunidad maya de Nohcacab. Se realizaron elecciones y los hombres adultos del pueblo hicieron fila para votar a favor del candidato del hacendado. Más tarde, según Gillingham, los mismos hombres celebraron una asamblea y eligieron a otro líder democráticamente. Los habitantes de Nohcacab siguieron con el gobierno que querían, como siempre habían hecho (y quizá sigan haciéndolo).
C. The New York Times