Hay muy pocas grabaciones asequibles de Isaiah Berlin; era un estupendo conversador y magnífico conferencista. Una de las grabaciones que anda dando vueltas por la red ("Final Lecture on the Roots of Romanticism") es muy cercana al ensayo. Berlin practica un deporte extraño con el periodo romántico y sus raíces: no puede ocultar su admiración por los mismos autores que detesta. Los ha leído con amor y odio, con desprecio y deslumbramiento. Y es que no se sale indemne de Rousseau ni de Maistre, tampoco de la bestia Hegel, ni de Herder, por ejemplo.
El caso es que Berlin logra colocar un punto decisivo en la historia de las ideas: durante 25 siglos, el mundo había entendido una ecuación básica, iniciada con Sócrates, formalizada por Aristóteles: la virtud es conocimiento y el conocimiento engendra la virtud. Es el planteamiento griego; es el de Carlomagno, que repetía eso de Rex illiteratus est quasi asinus coronatus ("Un rey ignorante es como un asno coronado". Sin saber leer él mismo, todos los días separaba sus horas para escuchar la lectura de algún libro, casi siempre La Biblia) y es el de los utopistas del Renacimiento: al describir a su rey filósofo, los habitantes de la Ciudad del Sol confiaban en que "aunque fuera incapaz para gobernar, no sería nunca cruel, perverso o tirano alguien que sabe tanto". Más allá del poder gobernante, la ecuación entre sabiduría y virtud había clavado en la conciencia general una certeza básica: la ley y la obligatoriedad moral no podían ser privadas: no es posible suponer un conocimiento que no sea objetivo, que valga de suyo y por su lógica, y no porque alguien lo crea o afirme. La virtud, igual: independientemente de los deseos de nadie, hay comportamientos que se atienen y rigen por códigos aceptados y establecidos desde afuera. Conocimiento y virtud son objetivos.
Pero el gran best-seller de finales del XVIII y otros muchos años, es decir, Jean Jacques Rousseau, invirtió los términos: con el éxito gigante de Julia, o la Nueva Eloísa y, sobre todo, con el impacto de El Emilio, Rousseau destruyó el ensueño de la relación objetiva entre conocimiento y virtud. De pronto, como el ser humano nace bueno, por naturaleza, a diferencia de la tradición judeocristiana que supone un pecado original, la única fuente verdadera del bien es aquella que nace con cada persona.
Y comienza la estampida en pos de la coherencia interior, la "autenticidad", la integridad personal. Pecados antiguos, imperdonables, se transforman en actos virtuosos: el suicidio, por ejemplo, deja de ser un atentado contra Dios y el mundo ("el suicida aniquila no su persona sino el universo entero", trata de corregir Chesterton) y se convierte en la pregunta de la coherencia ética. Werther, Anna Karénina y hasta las abrasivas reflexiones de Albert Camus, en El mito de Sísifo, son deudores del cuestionamiento rousseauniano y romántico.
Por supuesto que se entiende el malestar de Isaiah Berlin. Pero él mismo debió saber que la vieja ecuación no puede ser recogida por las generaciones que tienen a la libertad como su primera obligación. El malestar en la moral llegó para quedarse.