Cultura

Relatos de los cafés de aquí, allá y todo el mundo

Historias del cafetín del barrio

Este texto evoca el desaparecido Café del Arrabal como un refugio emocional y urbano en una Ciudad de México que ya no existe.

Empecé el blog Historias del cafetín del barrio (Third Place Cafe Stories) hace un año, partiendo de mi pasión por los cafés, que pueden calificarse como “terceros lugares” y por los pequeños acontecimientos humanos que había presenciado en ellos durante años.

Los terceros lugares son espacios públicos informales que sirven de lugar de reunión y conexión para la comunidad. Según la definición de Ray Oldenburg (el sociólogo quien acuñó el término en su clásico libro publicado en 1989, The Great Good Place), esos lugares acogen a la gente fuera de su hogar (su primer lugar) y trabajo (su segundo lugar). Ofrecen un ambiente acogedor para socializar, trabajar o simplemente relajarse.

Las historias publicadas en el blog suelen estar más relacionadas con el consuelo que con el puro placer, muchas de ellas escritas bajo el hechizo de una buena dosis de nostalgia. Si encuentro un tercer lugar, vuelvo a él, una y otra vez. Escribo mucho sobre la memoria y mis experiencias en el mismo lugar, sobre nuevas sensaciones y si estas parecen en lo más mínimo a las de antes.

Lo que espero dejarles con Historias del cafetín del barrio, que se publicarán aquí cada quince días, es un portal a un tercer lugar en cada post, un pequeño espacio para reflexionar, reírse o leer historias que hacen eco con las suyas en otros lugares, dondequiera que estén. Comenzamos.

Segundas oportunidades

Café del Arrabal, fundado en 1996, Río Lerma 171, colonia Cuauhtémoc, Ciudad de México.

Tempus edax rerum

(“El tiempo, que todo lo devora”)

Ovidio

Nunca supe muy bien qué me atraía una y otra vez al Café del Arrabal, en la calle de Río Lerma. Tantas idas y vueltas me hicieron perder la noción del tiempo.

La palabra arrabal, barrio periférico. En la época medieval, era un asentamiento fuera de las murallas de la ciudad. Un hogar para forasteros.

El Café del Arrabal estaba en la Colonia Cuauhtémoc, una zona entonces de clase media, a las afueras del Centro Histórico de la Ciudad de México, un barrio tranquilo salpicado de casas casi centenarias y pequeños edificios de oficinas. La calle Río Lerma corre paralela a la Avenida Reforma, el café se encontraba aproximadamente entre la columna del Ángel de la Independencia y la Fuente de la Diana Cazadora.

Unas palabras me habían empujado hasta allí. “Morirás vieja y sola”, me dijo mi entonces esposo, quien me impuso un plazo categórico en el que debía demostrarle que era feliz.

¿Significaba esto que ya era hora de afrontar la bifurcación del camino y tomarla? Era hora, al menos, de tragarse la posibilidad de que las cosas no terminaran bien entre nosotros. No terminarían bien, de hecho, en absoluto.

Me enfrenté a la bifurcación. Vi un abismo. Vacilé.

Durante un largo paseo, observé unas mesas para dos personas adornadas con patas de hierro forjado y lisos tableros de granito, auténticos gueridones a la europea.

Otro día, unos estudiantes de karate bajaban por la acera de enfrente en una sola fila, vestidos con uniformes blancos atados con cinturones marrones o negros, todos surgidos de otro tiempo o lugar. Pensé que tal vez no tendría que permanecer arrinconada, ni en el espacio ni en el tiempo.

Hoy en día solo paso de vez en cuando por delante de lo que fueron las paredes de la cafetería. Ahora albergan una cadena que vende churros y chocolate. Un trozo de lo que fue la pared frontal del Café del Arrabal es un agujero en el espacio. Fuera, unas bombillas desnudas te invitan a entrar en un lugar tan iluminado que podrías confundirlo con el gran espejo de un camerino de cine, nada que ver con lo de antes.

Al lado, sigue en pie el local de lencería llamado Farfalla, bustiers de encaje rojo destellando en el escaparate junto a El Tiempo, una cafetería antaño repleta de imágenes de relojes estilo Dalí. Los vendedores de lencería lo abrieron en 2001 y lo cerraron un año después. El Tiempo ha vuelto, oscuro por dentro, una madriguera que da a una calle de la esquina.

Cuando estos días paso por Río Lerma, a veces pienso que me inventé el Arrabal y todo lo que allí presencié. Nunca se me ha ocurrido entrar en la cadena que vende churros y chocolate.

Dorothy Dean Walton nació en Colquitt, Georgia. Graduada como B.A. en Letras Inglesas en la Universidad de Chicago, formó parte del consejo editorial de poesía de la revista The Chicago Review. Escribe ficción, guiones para cine y no-ficción creativa.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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