El cronista del asombro y el compromiso social
Por María Teresa Meneses
Egon Erwin Kisch (1885, Praga-1946, Praga) es uno de los más importantes escritores en lengua alemana de la primera mitad del siglo XX. Desde muy joven empezó a trabajar en periódicos locales de su natal Praga cubriendo, en un inicio, la nota roja. Posteriormente, su pluma se avezaría en la escritura de reportajes que le tomaban el pulso a la vida contemporánea y a su ambiente político, sobre el cual se cernía la sombra del fascismo. Luego del incendio del Reichstag (1933), es arrestado y expulsado de Alemania. Su militancia en el partido comunista y su apetencia por explorar el mundo, lo llevan a viajar por muchos países, a veces de manera clandestina. Sus crónicas periodísticas recogidas en su bibliografía, dan fe que Kisch es el gran maestro del reportaje Gonzo, mucho antes que lo empezara a popularizar Hunter S. Thompson en los años 70. Posteriormente, como exiliado, se refugiaría primero en Estados Unidos y posteriormente en México (1940-1946), durante estos años en nuestro país, colabora activamente con el grupo de exiliados de habla alemana y se integra al proyecto editorial El Libro Libre, colaborando en la revista ‘Freis Deutschland/Alemania Libre’. En 1945, Kisch publica su último libro: ‘Descubrimientos en México’, libro de crónicas y reportajes llenos de asombro, humor y un profundo compromiso social con los desheredados de la tierra; y con un país que lo arropó en los años más negros de su exilio. En 1946, al concluir la Segunda Guerra Mundial, regresa a Praga, donde morirá dos años más tarde, en circunstancias que dejan abierta la sospecha de una muerte por causas no naturales.Recordando el 140 aniversario de su natalicio, presentamos por primera vez en traducción al español el artículo de Egon Erwin Kisch, ‘El despertar del Gólem’, incluido en el libro ‘Geschichten aus sieben Ghettos’ (‘Historias de los siete guetos’), publicado en 1934.
I
Vivía en el edificio anexo a la sinagoga de madera de Wola-Michowa, una pequeña aldea enclavada en el bosque de los Cárpatos; allí, en espera de la movilización, se había establecido nuestra compañía. Pese a que el lugar constantemente era asediado por el fuego, el pequeño judío decidió permanecer y brindarles alojamiento a soldados rusos, alemanes y austriacos. Se reservó para él, su mujer y su hijo de once años un rincón de la habitación y lo separó del resto de la vivienda con dos sábanas a manera de cortinas. Detrás de la estufa, entre un gran desbarajuste, se encontraban algunos libros. Muchos soldados, e incluso oficiales, tuvieron oportunidad de hojearlos, pero todos estaban escritos en hebreo e invariablemente regresaban, más rápido de lo que los habían recogido, al montón detrás de la estufa. Me hubiera gustado hojear un poco más uno de esos libros encuadernados en cuero, así que, después de preguntarme: “¿Puede leerlo?”, iniciamos una conversación. Cuando escuchó el nombre de Praga pareció sorprendido y entonces le pregunté si la conocía. “¡Sí, conozco Praga!”, exclamó con una suerte de maliciosa felicidad, pero cuando le inquirí cuando había estado, él respondió: “Nunca”. “Entonces, ¿cómo puede decir que la conoce?”. “Estudié”. Y del revoltijo detrás de la estufa sustrajo una vieja guía alemana de Praga. “La he estudiado, conozco bien esa ciudad, ¡Probablemente sé más de Praga que un praguense!”. “¿Por qué le interesa precisamente esta ciudad?”. “Me gustaría mucho poder ir algún día. Praga es una ciudad preciosa, una comunidad devota”. Luego, agregó con cautela: “Quizá también vaya a otro sitio…”.
Más tarde, probablemente con la esperanza de poder aceptar algún día mi invitación a Praga, me confesó que, sobre todo, estaba interesado en la tumba del gran rabino Löw y en el lugar donde, según la leyenda, descansaba el Gólem, el hombre de arcilla que un tiempo el rabino Löw había moldeado y al que le había dado la vida. “¿Dónde está?”, le pregunté yo. Dudó: no lo sabía, pero lo encontraría en Praga.
Una noche, saqué la guía de Praga de la parte trasera de la estufa; en el mapa de la ciudad venían marcadas con lápiz líneas que conectaban la Sinagoga Vieja-Nueva con dos callecitas de la ciudad hebrea, y desde allí proseguían, a través de la ciudad nueva y el barrio Žižkov, hasta el borde del mapa. En nuestra conversación posterior, le mencioné que en una ocasión había escuchado decir que el Gólem se encontraba en la Sinagoga Vieja-Nueva. El pequeño judío negó con la cabeza: “Sé por qué lo dice; ha leído el libro, ¿verdad?”. No, no había leído el libro encuadernado en piel oscura que él cogió sin titubear de entre el caos de libros y comenzó a leérmelo.
En la introducción se incluía una nota del Dr. A. Berliner, docente en el Seminario Rabínico de Berlín, quien argumentaba que ese libro era una mezcolanza de supersticiones y que no debería imprimirse, sino quemarse. Juicio demoledor al que el editor se opuso afirmando: “¡Que sea quemado aquel que no crea en hechos comprobados!”.
El habitante del templo de Wola-Michowa compartía plenamente esta segunda opinión; no dudaba de la exactitud de la información contenida en el volumen, aunque la consideraba incompleta. En efecto, el libro proseguía con una crónica familiar manuscrita, acerca de la cual pudimos conversar, una vez que le prometí solemnemente no ir a buscar al Gólem antes que él me alcanzase en Praga. Y, aun así, me dio ese misterioso libro empastado en piel.
El título recitaba: “Meisse punem (Historias curiosas): aquí son descritos los Maufsim (milagros) del gran y famoso Welts-Gaon (lumbrera) de nombre Maharal Miprang — Secher zadick wekodosch liwtocho (de santa memoria) realizados con la ayuda del Golem, beloschen hakodosch we-iwrideutsch (en hebreo y yiddish), Mouzi leor (publicado) por Hirsch Steinmetz en Frisztak, impreso por E. Salat en Leópolis Bi’Sch’nas (en el año) 5671”.
El libro relata la razón y el proceso, mediante el cual, luego de una conversación realizada en la colina Hradčany entre el emperador Rodolfo II y el estimado rabino Löw, el Gólem fue despojado de su fuerza vital. Históricamente, sí está documentado un encuentro entre el rabino Löw y Rodolfo II. “Hoy, domingo 10 de Adar [Marzo] del año 5352 después de la creación del mundo (23 de febrero de 1592)”, como observa el rabino Isak Kohen en sus memorias: “por orden del emperador, el príncipe Berthier le informa a Mordejai Meisel y a Isak Weisl que mi suegro, el rabino Löw, debe ser conducido al castillo. Acatando el mandato, el rabino Löw llegó al palacio, haciéndose acompañar por su hermano el rabino Sinai, y por mí. El príncipe Berthier condujo a mi suegro a otra habitación donde le ofreció un puesto de honor y se sentó frente a él. El príncipe le formuló preguntas sobre asuntos secretos, pero habló en voz alta, y pudimos escuchar todo. Había una buena razón para hablar en voz alta, para que el emperador, que se encontraba de pie detrás de una cortina, pudiese escuchar la conversación completa. De repente, el telón se abrió y su majestad caminó hacia ellos, planteándole varias preguntas a mi suegro, para luego retirarse nuevamente detrás de la cortina. Pero tuvimos que mantener en secreto el tema de la conversación, como es costumbre en los asuntos imperiales”.
David Gans, matemático, historiógrafo y amigo del astrólogo de la corte imperial Tycho Brahe, refirió en su crónica que el rabino Löw había mantenido el más estricto silencio durante toda la vida acerca de su visita al Castillo de Praga.
El historiador habsbúrgico, gran erudito en astrología y alquimia, sin duda quería conocer más profundamente la doctrina cabalística y esotérica. Era bien sabido (y admitido por él mismo) que el rabino Löw era un gran experto en esa ciencia oculta. “Quién entiende mis palabras sabe cuán arraigadas están en las raíces de la Cábala”, escribió en una réplica; y, en otro lado, afirmó: “Si se conoce la Cábala cuyas enseñanzas son verdaderas…”.
En el citado libro de historia de mi amigo de Wola-Michowa, se puede leer que la causa de la muerte del homúnculo de arcilla tuvo origen en una conversación acontecida dos años antes, en fecha históricamente documentada. El rabino consiguió que el emperador le garantizase que, a partir de ese momento, nadie podía atreverse a levantar la acusación de asesinato ritual y que el barrio judío estaría protegido de la violencia. Durante la siguiente Semana Santa, en 1590, no se suscitaron los habituales ultrajes contra el gueto. El Gólem, creado específicamente para investigar los crímenes imputados a los judíos, devino entonces superfluo, perdió importancia y fue eliminado.
“La manera en la que el Maharal Newaar destruye a Jossile (Josef) Gólem” es descrita detalladamente. El Pigmalión rabínico convocó a su yerno Jakob Katz y a su discípulo Jakob Sosson para comunicarles que el coloso de arcilla había dejado de ser necesario; luego, le ordenó a Jossile Gólem que esa noche ya no se durmiera en la buhardilla de la Sinagoga Vieja-Nueva, sino en el ático.
Era Lag Ba’omer, es decir el trigésimo tercer día de los cuarenta nueve que transcurren entre Pascua y Pentecostés. Hacia la medianoche, los tres hombres subieron al entrepiso. Antes de subir, Jakob Katz (el nombre “Katz” está formado por las iniciales de la palabra “Kohen zedek” y designa a un descendiente de la tribu sacerdotal palestina) interpuso una discrepancia sobre si él, en cuanto Kohen, tenía permitido acercarse a un cadáver; el rabino Löw le mostró que la vida de un monigote de arcilla construido por el hombre no se consideraba vida en el sentido divino y que su muerte no era una verdadera muerte.
Su muerte no era muerte. El romántico cristiano Clemens Brentano, quien también creía en la leyenda del Gólem, afirmaba que solo la palabra creaba y daba vida. Si se destruye la palabra, se destruye también el ser: el mago solo debe borrar la sílaba An, de la palabra Anmauth (verdad), escrita en la frente del Gólem al ser creado, de manera que permanezca la palabra Mauth, que significa muerte, y en ese mismo momento el Gólem de arcilla cae hecho pedazos.
Pero el asunto no era tan sencillo, si debemos creer en nuestro libro de leyendas. El rabino Löw, Jakob Sosson y Jakob Katz se colocaron alrededor de la cabeza del Gólem dormido (en el momento en el que le habían dado vida a la figura, formada con fango, se habían colocado a sus pies). La ceremonia comenzó: solemnemente, se dispusieron a realizar siete vueltas alrededor de su cuerpo, murmurando misteriosas fórmulas como si fuesen una letanía. Durante el conjuro, Abraham Chajim, el viejo sirviente del templo, los observaba en silencio desde el umbral con dos velas encendidas. En la séptima vuelta, la vida del Gólem se transformó en muerte: un terrón de barro, una voz silenciosa.
El mago llamó al sirviente del templo, le quitó las velas de las manos, las colocó a los pies de la figura sin vida, despojó a la figura de sus vestimentas y las envolvió en dos túnicas de oración. Ocho manos levantaron el bloque de arcilla y lo colocaron bajo una pila de libros y de papeles apilados allí, de manera que nada, ni siquiera la punta de sus pies, quedara fuera. Su vestimenta fue arrojada a la pira y quemada.
Al día siguiente, la noticia de que Jossile Gólem se había vuelto furioso y había escapado durante la noche, se propagó como reguero de pólvora. Dos semanas después del hechizo, el rabino Löw decretó que, a partir de ese día, quedaba estrictamente prohibido entrar en el ático de la sinagoga. Ni siquiera se podían guardar libros allí, ni papeles, debido al riesgo de un incendio. “Pero algunas personas sospechosas”, concluía el libro, “sabían que el Maharal Miprag había decretado esa prohibición solo para que la gente no viera al Gólem”.
En ese momento, mi esotérico taumaturgo galitziano sacudió la cabeza con aire de superioridad. En el librito manuscrito se encontraba la continuación de aquel procedimiento de desencanto. Se reía de esas “personas inteligentes” que se habían convencido que la sepultura en el ático había puesto fin a la historia del Gólem.
Cuando lo volví a ver, ya no sonreía. Sucedió dos años y medio después, en Leopolstadt, en Viena. Sus mechones ensortijados se habían vuelto canosos y ralos. Con gesto cansado, me eludió cuando comencé a hablar de su secreto del templo de Wola-Michowa. “Tengo otras preocupaciones”. Una granada había masacrado a su hijo en el templo de Wola-Michowa, y poco después le había sucedido algo terrible a su esposa; no me contó qué. “Está en el hospital y no tengo dinero”. Nos sentamos en un restaurante, él casi no comió nada y no tuvo lugar conversación alguna, ya que nuestra memoria compartida estaba ligada a un lugar de los Cárpatos en el que no quería pensar. “¿Y el Gólem?”, le pregunté. “Ya no lo buscaré”, respondió. “¡Lo buscaré yo!”. “Haga lo que quiera”, murmuró.
II
La leyenda, según la cual, en el ático de la Sinagoga Vieja-Nueva se encuentra la tumba del Gólem, se ha preservado a lo largo de los siglos. Cuando, a mediados del siglo pasado, se reimprimió el Megilath Jochasin —publicado en 1718 por el actuario praguense Maier Peris, que registra la milagrosa obra del rabino Löw—, el editor sostenía que los restos del Gólem todavía yacían en el ático de la Sinagoga Vieja-Nueva. El rabino de Leópolis, Joseph Saul Nathanson, quiso subir a la habitación, pero su solicitud le fue negada por el hecho que la prohibición del rabino Löw todavía seguía en estricto vigor. Poco antes, el rabino mayor de Praga, Ezequiel, después de un prolongado ayuno en túnica y faja rituales, había entrado en el ático, mientras sus discípulos cantaban salmos; al cabo de un rato, Landau regresó con cara desencajada y proclamó: “¡Que nadie ose perturbar el último reposo del Gólem!”.
Mis primeras intentonas para obtener, por parte de los responsables del templo, las llaves del ático, resultaron inútiles. No hay escalera al interior del templo: solamente subiendo desde el exterior se puede alcanzar el ático, pero esto llamaría la atención de los transeúntes y podría causar incidentes que darían lugar a discusiones desagradables. (La Kronika Kral Prahy de Frantisek Ruth informa sobre las prohibiciones emitidas incluso antes de la época del rabino Löw): “Se dice que, tras la destrucción de Jerusalén, ángeles llevaron parte del Templo de Salomón a Praga y ordenaron a los judíos que el edificio nunca fuese reparado ni se cambiara nada. Aquel que osara violar esta orden acabaría muerto de inmediato. Y así sucedió una vez, cuando los ancianos de la comunidad judía decidieron restaurar el edificio: no solo el constructor y sus ayudantes cayeron del tejado, sino también murieron los que ordenaron la obra, antes de que se iniciaran los trabajos”.
Nadie ha vuelto a subir desde que, en la década de 1870, un deshollinador de nombre Vondrejc se cayó del techo y quedó muerto sobre la calle. Hasta el incendio del Ringtheater (8 de diciembre de 1881) ni siquiera existían los soportes de hierro, instalados en 1888 por ordenanza de los bomberos.
Finalmente, obtuve el permiso de la administración del templo para subir al tejado.
Llegué a las ocho de la mañana. El señor Zwicker, fiel guardián del templo durante treinta y ocho años, me instó a desistir, y cuando le pregunté si él alguna vez había estado allí, respondió que no estaba loco. Encogiéndose de hombros, dijo: “Pase” y me entregó la llave.
Brinqué la malla que delimita el jardincito frente al paseo de la Niklasstrasse, tomé una escalera del otro lado y la coloqué bajo las abrazaderas de hierro, la más profunda de ellas está colocada a dos metros del suelo, para que nadie más pueda subir.
Bajo las miradas sorpresivas de los transeúntes, subí los dieciocho peldaños de hierro, que en la cima forman una pronunciada curva hacia la izquierda, y con un último esfuerzo alcancé el nicho del arco superior y abrí la desvencijada puerta de hierro. Ya adentro, me siento como si estuviera en una pirámide puntiaguda con un piso hinchado por enormes olas. La base de la sinagoga está muy por abajo del nivel de la calle así que aquí arriba la altura no es tan excesiva. Justo enfrente de mí alcanzo a ver el reloj del ayuntamiento judío, cuyas manecillas van moviéndose hacia atrás. La luz penetra a través de numerosos lucernarios. No solo se pierde la certeza de la altura, sino también la de la profundidad mística que te rodea, por ejemplo, en el ático a dos aguas de la Catedral de San Vito.
Sin embargo, sobre la Sinagoga Vieja-Nueva, uno queda tan impresionado por los siglos como en lo alto de la Catedral. Las bóvedas de piedra de San Vito, cuidadosamente encaladas y suavemente onduladas, uniformemente grises y geométricamente regulares, son visibles desde el exterior e invisibles para quienes rezan en el interior, cuidadosamente dispuestas a fin de que se pueda admirar la armonía de sus formas geométricas. Uno se siente inmerso en un paisaje montañoso: rodeado por el valle y las montañas planas que se extienden ante uno. En la catedral cristiana, se puede atravesar la nave bajo las bóvedas y recorrerla por amplios y sólidos pasillos. Aquí, sin embargo, para cruzar, solo se cuenta con una tabla podrida colocada a la entrada, se prueba su resistencia con el pie y luego se decide caminar bajo las bóvedas o mantener el equilibrio sobre las vigas, agarrándose a las cerchas y cuerdas, a pesar de que las manos se llenan de polvo y la cara se cubre de telarañas.
Un montante de hierro se extiende longitudinalmente; una escalera, sujeta con grapas de hierro, conduce a la chimenea. Sobre el piso yace una herrumbrosa tubería y el cuerpo de un pájaro muerto en soledad. El resto, solo escombros y ladrillos rotos. Los hongos proliferan en formas grotescas; un murciélago cuelga boca abajo entre las vigas. En las grietas, la capa de grava se mezcla con la humedad en un amasijo de barro. Si la creatura de arcilla del rabino Löw está debajo, nunca la encontrarán. Si alguien quisiese exhumarla, el templo entero se derrumbaría.
Realmente es un lugar adecuado para crear al Gólem y para enterrarlo, un verdadero lugar para mistagogos. Sería el lugar perfecto para el laboratorio del canónico Claude Frollo o para el de su homólogo judío, el rabino Löw; aquí se encuentra la recámara ideal para el coloso obtuso, llámase Quasimodo o Gólem, he aquí el marco perfecto para un encuentro entre el rey de Francia y el orfebre con su túnica, entre el emperador de Alemania y el taumaturgo con su manto judío de oración. ¿Qué es Nuestra Señora de París de Victor Hugo sino la leyenda del Gólem? Solo que Victor Hugo traslada el ambiente opresivo del gueto de Praga a las inmensas alturas de las bóvedas de la catedral parisina, de la mentalidad de Ba’al Shem a la de Pelagio de Eclana. Tras recibir el consejo del archidiácono, quien, como Rodolfo II, se dedicaba a las ciencias ocultas, el rey Luis XI se reúne con el misterioso rabino. Esmeralda despierta en el monstruoso Quasimodo un amor tan grande, que es idéntico al que se observa en la leyenda judía, en la que la hija de un rabino se enamora del fiel retrato praguense de Quasimodo. Impulsada por el pogromo, la turba ataca el barrio judío de Praga, y la parisina Nuestra Señora es asaltada por el populacho, súbdito del desacreditado “rey de la Corte de los Milagros”, cuyo cabecilla se llama “Mathias Hunyadi Spicali, duque de Egipto y Bohemia”.
El murciélago comienza a balancearse. Se dice que, al despertar, los murciélagos se enredan en el cabello humano. No hay ni rastro del Gólem.
Salgo de la sepultura, dejando la puerta oxidada entreabierta detrás de mí, y me subo a los travesaños de hierro, luego empujo bien la puerta, le pongo llave y comienzo a bajar. El número de curiosos ha aumentado.
En el vestíbulo de la sinagoga me lavo las manos en el viejo lavabo de cobre. “¿Nada? ¿Pudo encontrar al Gólem?”, pregunta el señor Zwicker en un tono que mezcla la curiosidad con la ironía y que él llamaría Nekome.
III
Por lo tanto, subir al tejado de la Sinagoga Vieja-Nueva, no me sirvió de nada para encontrar al Gólem. Este hecho también le confirmaría a mi informante de Wola-Michowa que los datos de su libro encuadernado en piel oscura eran obsoletos.
Es cierto que, durante el Lag Ba’omer, el rabino Löw despojó a su sirviente de la vida que él le había otorgado y lo soterró en el ático, bajo un cúmulo de papeles impresos, “pero ya no está allí, puedes creerme. Ya no se encontraba allí arriba cuando el Maharal prohibió subir. Abraham Chajim, el encargado de la sinagoga y su cuñado se lo llevaron la noche siguiente, después de que el rabino subiera …”.
Significativamente, mi amigo de Wola-Michowa había sacado de atrás de la estufa su tesoro, el manuscrito en octavo de dieciséis páginas, en cursiva hebrea, con escritura cuadrada. Lo consiguió a través de un sabio, con quien había trabado amistad en Przemyśl. Le costó solamente ochenta florines. Para mi ingenuo amigo, esas páginas parecían contener todos los secretos del ser y cuando las alisaba, era como si las acariciara.
¡Pobre, ingenuo y supersticioso judío de provincia! En esas hojas no se decía nada acerca de una granada que acabaría haciendo pedazos a tu hijo y que tu esposa sería violada y asesinada. Así perdiste la fe en los milagros, fuiste expulsado de tu tierra natal por andar vagando como un desesperado en Viena. ¡Qué indiferente se te había vuelto el Gólem cuando te encontré en la estación de Praterstern!. Y en 1915, en Wola-Michowa, me habías narrado con tanto orgullo cómo había sido trasladado el Gólem muerto, y que querías ir allí, para encontrar y despertar al fuerte sirviente y concluir así la intentona de Abraham Chajim, encargado de la sinagoga.
Inmediatamente después de la escena de la liberación del hechizo, el responsable del templo, Abraham Chajim, sintió el deseo de utilizar para sí mismo al autómata que había puesto fuera de servicio el Maestro. También se creía mago y pretendía replicar el milagro.
Le reveló su plan a su cuñado y colega Abraham Secharja, encargado de la cercana sinagoga Pinkasschul, mientras que su yerno, Ascher Balbierer, experto en la Cábala, debía determinar cómo se podría retornar a la vida al Gólem. Tras unos días, Ascher Balbierer afirmó haber encontrado la fórmula del hechizo en el Zóhar. Una noche, los tres hombres desenterraron a Jossile Gólem de entre la montaña de papel y lo llevaron, a través de la Belelesgasse y la Schebkesgasse (querían evitar la concurrida Breitegasse) hasta el sótano de la casa ubicada en la Zeikerlgasse, que pertenecía en parte a Ascher Balbierer y dónde también vivía.
Allí abajo, iniciaron el despertar. Se organizaron de acuerdo a la disposición que Chajim había observado en los tres rabinos, pero sin lograr devolverlo a la vida. Dieron siete vueltas completas alrededor de él, de sus pies a la cabeza. Ininterrumpidamente murmuraron la fórmula hebraica walle, walle manche Strecke, que Ascher Balbierer había descubierto. No sucede nada. El Gólem yace como un trozo de madera. Y como un trozo de madera se burla de todos los intentos por reanimarlo. Ascher Balbierer está sorprendido. “¡Esto es lo que yo llamo muerto!”. Vuelven a intentarlo. Noche tras noche.
En esa época, la peste se propagó por todo Praga y murieron mil doscientas personas. La de Ascher Balbierer fue la única casa afectada de la Zeikerlgasse: los dos hijos mayores de los cinco que tuvo, fueron arrancados de la vida. Su esposa, la señora Gele, ya había protestado en contra de la entrada del Gólem porque temía que, si lo descubrían, su padre perdería el trabajo por haber traicionado la confianza, y su esposo y su tío serían castigados por haber trasgredido la prohibición rabínica. Además, probablemente no confiaba mucho en las artes mágicas de su esposo. ¡Y ahora sus hijos se habían enfermado! La señora Gele estaba convencida que había sido precisamente el Gólem quien había llevado el infortunio a su casa, y cuando sus hijos murieron, estaba ya decidido: el Gólem tenía que irse de su casa.
Tras lavar los dos cuerpos y colocarlos en ataúdes ante los dolientes en el velorio, a escondidas metieron a los dos niños en un sólo ataúd. El Gólem fue colocado en el segundo sarcófago. Al despuntar el sol, una carreta transportó los tres cuerpos al cementerio de los apestados, situado en las afueras de la ciudad.
Aquí, Abraham Chajim y Abraham Secharja transportaron el ataúd con el Gólem hasta una pequeña colina llamada Gólgota, “a una milla y doscientas brazas de la puerta de la ciudad nueva, en el camino que lleva a Viena, y lo enterraron del lado que daba a la ciudad, la tarde del quinto Adar”.
Así termina la historia en el manuscrito. El significado de la leyenda del Gólem, la voluntad de poder y su superación, está elevado al cuadrado: el mago que imita la creación de Adán es seguida por el encargado, cuya ambición es tener un sirviente propio, y que en el sótano se afana ridículamente con interminables abracadabras, ordenándole a un trozo de barro: “¡Levántate y anda!”.
El Maestro eliminó su propio sacrilegio, la superstición le impide al aprendiz el éxito supersticioso: culpa de la muerte asesina al huésped de arcilla en el sótano y lo sepulta en el Gólgota.
Sin embargo, resulta extraño que, en esta alegoría intencionada e imprevista, en esta mágica locura del viejo manuscrito, que es la más complicada de todas, todas las fechas y horas del libro impreso corresponden con mayor exactitud a hechos históricamente comprobados. Si bien el yerno del rabino Löw, de nombre Katz, mencionado en el libro, no aparece mencionado en ninguna parte, en realidad sí existía un encargado de la sinagoga Pinkas, Abraham Ben Secharja; su lápida en el antiguo cementerio judío reporta que Secherja murió en 1602 y que permaneció en sus funciones durante treinta años, durante la época de la leyenda.
Incluso las indicaciones para llegar y salir de la Zeikerlgasse (calle del Gitano) corresponden íntegramente al antiguo mapa de Praga, Prage Bohemica Metropolis Accuratissime expresse 1562, cuyo original se conserva en Breslavia. A dos kilómetros y medio de los bastiones de las murallas de la ciudad, en la Puerta Nueva, vemos al Gólgota en el mapa con su rueda y su horca.
Allí, en Žižkov, en la colina de arenisca llamada "Zidová pece" (Horno judío), durante siglos, fue el lugar donde ajusticiaban a los condenados a muerte. El último, llamado Wenzel Fiala, era un joven camarero que había asesinado a su amante y el 18 de junio de 1866 fue conducido a la horca. Decenas de miles de personas gozaron del espectáculo desde las gradas y las colinas; vendedores de salchichas, cuentacuentos, mercantes de feria y vendedores ambulantes hicieron su agosto en esta fiesta popular, a la que le siguió la Batalla de Königgrätz, transporte de heridos, Bismarck, el vencedor.
El estruendo del cañón en Königgrätz, en 1866… Al estruendo del cañón en Uzhok, en 1915, mi amigo de Wola-Michowa me explicó por qué había dibujado en el mapa de Praga ese trazo de lápiz que iba en dirección de la colina que acabo de pisar, un rastro que sigue la época marcada por el ocultismo de Rodolfo II.
Ahora me encuentro en el lugar donde se supone debería estar la última morada del Gólem. La Tumba del Gólem: un montículo de no más de cinco metros de altura, con exiguos brotes de maleza.
Cae la tarde, las sirenas de las fábricas ya han sonado, las cúpulas de las capillas de los cementerios de Wolschan y Straschnitz se disipan en la oscuridad, sobre la chimenea de la fábrica de cápsulas se eleva una columna de humo luminosa y compacta como la tela de una bandera.
Un atleta corre por el campo de futbol del S.C. Victoria, mientras los obreros de la fábrica sudan la gota gorda afanándose en los pequeños huertos familiares que pueblan las colinas, cuyas chozas son tan miserables que parecen letrinas. Un guardia se aburre frente a la Comisión para la Revisión de Armas de Fuego.
Debajo de mi yacen escombros; ollas rotas y sartenes de metal, fregaderos de hojalata, latas oxidadas, bandejas de horno irremediablemente abolladas, cacerolas, tapas de ollas y ralladores con agujeros enormes en un montón desordenado. Los colores de estas Dolomitas de Žižkov se entremezclan con el material de caucho.
Parejitas fuliginosas buscan los rincones más discretos. Niños raquíticos de diez, doce años, se acercan sigilosamente, como pieles rojas, intentando aprender algo de esos intercambios amorosos.
Las colinas han sido excavadas con palas; solo finas capas de arena, en declive, forman el techo de las grutas. En cualquier lugar se pudo haber enterrado el ataúd con el Gólem y derrumbar la saliente.
Una niña de tres años toma de entre el montón de chatarra una bacinica de peltre para hacer un buen pastel de arena; su madre, que se ha sentado un poco alejada de ella para conversar junto a un soldado, le aparta la bacinica con un pie y golpea a la niña, que llora; el amante uniformado se ríe de la mamá.
Y, de pie sobre la tumba del Gólem, puedo entender por qué es justo que el autómata que incondicionalmente se sometía a la voluntad de otros y que trabajaba en beneficio de los demás, permanezca allí, enterrado para siempre.
Traducción de María Teresa Meneses
AQ / MCB