“En el imperio de las mentiras, la verdad es traición”, dijo George Orwell. Y su mayor contribución contra el poder opresivo fue literaria, ficticia, imaginaria. Son formas de la verdad que nada tienen que ver con su reverso: la mentira, el engaño, la fabricación de hechos del modo en que acostumbran quienes creen que el poder y el Estado son la sustancia de la historia. ¿Y si el enemigo dice la verdad?
Quizá el mejor ejemplo sea aquel pasaje famoso de un libro olvidado de Tácito: La vida de Julio Agrícola, la historia de un general honorable que tuvo por destino conquistar el norte bárbaro de la Britania. Tácito lleva acabo una muy compleja narración. Tiene en mente varias cosas de distinta naturaleza. Primero, hacer el elogio de la campaña de Agrícola; segundo, mostrar que el honor del ejército romano no está dado por naturaleza y que también el Imperio puede comportarse como tiranía injusta y bárbara; tercero, como buen romano, dar rienda a su voluntad republicana; es decir, esa voz colectiva que seguía rehusándose a aceptar que el César y el imperio fueran un sistema definitivo. Catón y sus conjurados no fueron simples tiranicidas: asesinaron a César para precipitar el regreso a la República. Fallaron: Roma no volvió a los gobiernos representativos, pero los ciudadanos siempre desearon la política republicana. Y, por último, hay en Tácito una marcada huella cosmopolita, que intuye que la calidad humana está presente en la persona, no en su nacionalidad, raza, estado o condición social o económica. En el Agrícola, la sabiduría sale de boca de un jefe tribal, un bárbaro. Este jefe, llamado Calgaco, arenga a los caledonios (Escocia) con un discurso que los romanos no dejaron de admirar: “nosotros desconocemos la esclavitud pero sabemos que ninguna tierra, ni siquiera el mar, resulta seguro frente a la flota romana que nos acecha... Nosotros, ni hemos visto las costas esclavizadas ni tenemos nuestros ojos contaminados con la dominación”.
Y denuncia al Imperio como monstruo de costumbres y moral desconocidas, ignorante de la libertad: “si el enemigo es rico, son avaros; si es pobre, ambiciosos, porque no los han saciado ni sus conquistas a Oriente ni a Occidente. Son los únicos que desean las tierras ricas y pobres por igual: robar, asesinar, arrebatar —a esa mentira la llaman imperio y, al desierto que dejan tras arrasarlo todo, lo llaman paz”.
Los historiadores no hallan otra fuente que Tácito para este Calgaco. Quedan dos posibilidades: que hubiera sido real o que Tácito lo hubiera inventado. Si lo primero, entonces el historiador resulta notablemente ecuánime al reproducir el discurso de un adversario de Roma, sin demeritarlo. Notable historiador. Pero supongamos que se trata de un héroe imaginario. Tácito habría preferido una voluntad moral, dramática en su mejor sentido, capaz de poner en boca de su enemigo argumentos morales y libertarios más poderosos y profundos que los de su propia patria y familia. Queda pendiente averiguar si su vena libertaria viene de la admiración o del enojo contra el opresor. Ficticio o real, Calgaco dice la verdad.