A veces el objeto de estudio decide comportarse como sujeto y hace cosas raras. Al parecer, todas las versiones griegas del zoroastrismo —y por consecuencia las versiones posteriores, de Mozart a Richard Strauss, pasando por Nietzsche— quedan sesgadas y equivocadas. Lo cuenta Arnaldo Momigliano en La sabiduría de los bárbaros: “Lo que circuló en el mundo helenístico bajo los nombres de Zoroastro y de sus magos fue una mezcla de algo de información genuina con mucho de imaginación arbitraria. Grupos de iranios que vivían en Asia Menor han sido considerados responsables de al menos algunas de las doctrinas que pasaron bajo el nombre de los magos... Los persas, como los judíos, pueden haber disfrutado escribiendo lo que ellos suponían que sus vecinos griegos estarían ansiosos por escuchar”.
Algunas versiones equívocas duran siglos y juntan bibliotecas enteras. Desde principios del siglo XX, con Freud, unos victorianos hartos de almidón y de modales, y la irrupción de Margaret Mead lidiamos con la represiva fricción entre cultura y libertad sexual. Durante la insurgencia juvenil y estudiantil de los años sesenta, Mead jugó el papel de gurú, principalmente por su Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928) y Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas (1935, y obra nodal en el movimiento de liberación femenina). La liberalidad sexual desaparece al crimen y la mentira.
Idilio, verdad, libertad. Todos amamos a Margaret Mead y, más que todos, el odioso Derek Freeman que, entusiasmado por Mead, se fue a trabajar y vivir en Samoa, aprendió la lengua y llegó a jefe tribal... hasta que se desengañó. Los samoanos resultaron tan represores de la sexualidad como todas las demás etnias (consideran la virginidad un valor no solo moral sino de intercambio monetario), mienten lo mismo que todos y son tan violentos como en cualquier otra parte. Y, lo peor: Freeman dice que a Mead la chamaquearon las muchachas que entrevistó. Está filmado el testimonio de una de ellas, en el documental de la BBC: Tales from the Jungle: Margaret Mead. “Como es sabido, las muchachas samoanas somos estupendas para mentir”, dice Fa’apua’a Fa’amú, la principal informante.
A Mead le tomaron el pelo, igual que los iranios a Estrabón, Pausanias o Herodoto. Freeman se convirtió en el apestado entre antropólogos y académicos y todavía se publican libros contra él y en defensa de Mead. Todo este enredo indica otra cosa. A Mead le debemos una ventana antropológica distinta: tomar una broma como explicación no nos coloca frente al otro sino ante un espejo.