En 1899, Rudyard Kipling publicó en Estados Unidos, con una clara intención “pedagógica”, uno de los poemas más odiados de la historia: “The White Man’s Burden” (“La carga del hombre blanco”), una arenga para llevar a cabo la tarea de civilizar a los salvajes y sacarlos de su postración. No se trataba de una mera bravata sino de la exigencia de asumir la responsabilidad de los propios actos. En su propia lógica, Kipling criticaba las actitudes, más modernas, de quienes exigían que las potencias occidentales dejaran en paz a los pueblos bajo su tutela. Los imperios no tienen derecho de simplemente abandonar a su suerte a los pueblos cautivos, decía Kipling, porque los pueblos guerreros de África, o de las zonas agrestes de la India ya no podrían regresar a sus formas originales. En esto, tenía razón: no es lo mismo un pequeño clan guerrero, armado con lanzas fabricadas por ellos mismos, que el mismo grupo, pero armado con rifles adquiridos en el mercado internacional. Una vez roto el equilibrio, dice Kipling, dejarlos a su suerte significa una masacre mucho peor que la de intervenir hasta lograr “la civilización de los salvajes”. Un ejemplo: hutus y tustsis, en Ruanda.
También en 1899, con Mark Twain como animador (y autor de una sátira de respuesta a Kipling, titulada To the Person Sitting in Darkness), se fundó la “Liga anti-imperialista” norteamericana. No es necesario extenderse en sus premisas: siguen siendo las nuestras. La lógica democrática vino a echar por tierra el sueño imperial y quiso enmendar su pasado sacando las manos. El sueño imperialista de Rudyard Kipling es deplorable, pero no se debió ignorar su miedo original: sacar las manos después de haberlas metido deja suelto al diablo en el corazón de las tinieblas.
Quizá el único que pudo columbrar la complejidad fue Joseph Conrad. The Heart of Darkness se publicó también en 1899. Marlow, el narrador, cuenta cómo se dio su internamiento en la selva, entre salvajes que requerían ser civilizados y redimidos de su condición. Y fue cosa de poner un pie en suelo del Congo para empezar a ver cadáveres. Pero los despojos de animales o incluso de seres humanos, al fin y al cabo, se degradan: primero la muerte, luego la putrefacción y, luego, “todo en la selva es selva”, la vida asimila a sus muertos y los espíritus habitan las sombras. Un poco más adelante, Marlow descubre otra forma de la muerte, otros cadáveres, que no se asimilan: maquinaria, tambos de aceite, remaches, varillas y, sobre esas osamentas metálicas, el demonio de la burocracia y sus administradores. La antigua esperanza que fue del imperio a la democracia se desvaneció. Pero quedó el miedo: “He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio del deseo ardiente, pero aquéllos eran demonios fuertes y lozanos, de ojos enrojecidos, que cazaban y conducían a los hombres. Pero en esa colina, bajo el sol deslumbrante de esas tierras supe que terminaría por acostumbrarme al blando y pretencioso demonio de ojos débiles y locura rapaz y despiadada”.