Cultura

Discordia y democracia

SEMÁFORO

Hesíodo dice que Éris, la Discordia, “es buena para los mortales” porque los obliga a “mirar al otro y quererlo superar”. Luego recomienda a Perses, su hermano perezoso, que lleve a cabo sus labores con devoción a la tierra que lo provee; que respete las aguas de los ríos y lagos, que construya sus aperos de modo ritual y, sobre todo, “que tu rostro revele tu pensamiento” —según traduce el avejentado y admirable Ángel María Garibay. Literalmente, Los trabajos y los días (verso 714), dice: “que tu mente (o corazón: nóon) no sea avergonzado por tu aspecto (o rostro: éidos)”. Es decir, Hesíodo le recomienda a su hermano dos cosas, a la vez: sé franco, no finjas o engañes, y no exageres.

Muchas sociedades complejas, desde las cortesanas hasta las nuestras, gobernadas por las exageraciones y fingimientos de la mercadología (palabra tan horrible que se sustituye por marketing, que quiere sonar como elegante) tienen la sospecha de que la franqueza que elogia y recomienda Hesíodo es cosa de palurdos y campesinos, pero que deja vulnerable a la gente civilizada que busca trabajo, o es empleada, o vende cosas. El simplón, el rústico, se supone, carece de recursos para fingir; cuando lo hace, se le llama ladino, por ejemplo, a diferencia del urbanita que logra engatusar a sus clientes y recibe ascensos.

Los palurdos griegos miraban de mal modo, tanto al que exagera, como al que esconde sus pensamientos y sentimientos. Y eso jugaba un papel tan importante en su organización social y, sobre todo, en su funcionamiento político, que produjo las primeras democracias. Los ciudadanos no llegaban a la participación por el solo hecho de su edad. Casi nadie sabía su edad. Un joven adquiría su ciudadanía, y pasaba de ser muchacho a ser hombre (era una sociedad machista, sin duda), cuando podía convencer a algún ciudadano de algo nuevo, una idea de la que discrepara, o una que no hubiera pensado. El joven y el ciudadano debían mostrarse capaces de dos cosas: hablar con claridad y uso de razón y, simultáneamente, de saber escuchar y, en su caso, desechar la propia opinión para adquirir una nueva, mejor.

Según Pierre Vidal-Naquet, la tragedia de Filoctetes es la escenificación de este ritual de paso (Mito y tragedia en la Grecia antigua. Paidós). Eso tenía la democracia ateniense. Condición admirable, pero precarísima y frágil. Basta un buen fingidor, un adorador del poder, o un sordo con hordas de fieles para que todo se venga abajo. Sucedió, desde luego, y no ha dejado de suceder en todas las democracias, directas o representativas: se tambalean constantemente, o se vienen abajo cuando se pierde, por cualquier agencia, esa doble capacidad de convencer a otros y dejarse convencer por otros. Se cree que la voluntad democrática resulta de sus diálogos y sus discusiones; pero, aunque sea cesta de consensos, está tejida con las fibras del disenso, el debate. Alguna vez, Gabriel Zaid dijo que “no se vale entrar en una discusión si no se está dispuesto a cambiar de opinión”.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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