Samuel Butler (1835–1902) fue muy importante, pero debiera serlo todavía más hoy, por sus extrañas pertinencias. Fue entusiasta darwinista y, en su novela Erewhon, imaginó máquinas que evolucionan más rápido que los humanos hasta volverse seres superiores: predijo eso que llamamos “singularidad”. Pero, más que sus utopías, resultan notables sus antiguallas: junto a sus traducciones inglesas de la Ilíada y la Odisea, que son las versiones del estándar moderno para Homero, fue escribiendo un libro raro sobre la verdadera autoría de la Odisea: The Authoress of the Odyssey (La autora de la Odisea). Nadie, ni siquiera él mismo, supo decir si el libro era una iluminación o una afirmación de facto. Elucida mil argucias, pero una sola conclusión: la Odisea no es un poema que pudiera haber escrito un hombre hecho a los modos de la guerra, como el autor de la Ilíada; es una voz joven que canta historias por amor a su casa, su familia, su región, desde el tiempo estable de la paz. La Odisea fue compuesta por una mujer joven, de la región occidental de Sicilia y, para mayor precisión, su nombre era Nausicaa, la hija del rey Alcínoo (que luego se casaría con Telémaco, hijo de Ulises, según Aristóteles).
El libro tuvo pocos lectores, pero influyó como descarga eléctrica en dos casos. El primero, James Joyce. Según Sheila Murnaghan, Joyce recibió de Butler la cifra para su Ulises: la culminación, el retorno, tenía que ser una voz femenina, desde el caudal del deseo. El segundo, Robert Graves. Dos veces lo abdujo la revelación de Butler. La primera, como acicate para La diosa blanca (entre muchas cosas, una religión matriarcal); la segunda, mientras escribía Los mitos griegos, cuando “descubrí que los argumentos de Butler acerca del sitio, la región oeste de Sicilia, y la autoría femenina eran irrefutables”. En ese momento interrumpió su trabajo para entregarse por completo a una novela: La hija de Homero.
Graves insiste en que toda forma de arte es, o una ofrenda, o una profanación. Las ofrendas a la autoría femenina, las de Butler y Graves, habitan el olvido; la profanación de Joyce sigue viva, al menos, para el puñado de lectores dispuestos a habitar las horas que requiere una obra como Ulises y su desembocadura en un monólogo genésico y obsceno, genial y absurdo, quizá la mayor exploración literaria del deseo femenino. Pero si Graves tiene razón, la voz de la mujer no hallará lugar mientras se desgaste en descripciones de hechos. Ese realismo pobre es de tono varonil.