Quién sabe si Shakespeare entendió lo que había hecho en su Julio César. Él siempre vivió como súbdito de una monarquía, y no sabía de repúblicas ni de actividad política. Esas eran cosas de la historia romana y de algunas ciudades–Estado italianas, pero dispuso una de las peores cuitas de la vida política (y llamamos política a la actividad donde la polis, la ciudadanía, tiene capacidad deliberativa, cosa por completo ausente en las monarquías o en las tiranías). Como sea, el acto III de Julio César es uno de los mejores momentos políticos del teatro.
Tras apuñalar a César, culpable de secuestrar a la república, nombrándose emperador, los conjurados se dividen; Casio sale de escena, pero Bruto queda con la responsabilidad de explicar al pueblo los motivos del tiranicidio: “Qué prefieren, que César viva y todos muramos esclavos, o que César muera para que todos podamos vivir libres”. El discurso de Bruto es seco, claro, racional. Está abatido por sus afectos, pero convencido de que era necesario restablecer la política.
Después habla Antonio, quien llega al foro con el cadáver de César y larga un discurso enervado, cargado de elogios para el corazón de César y sorna hacia el honor de Bruto y, al fin, una mentira que termina por incendiar los ánimos de la gleba: que en su testamento, César había destinado dinero a todos los ciudadanos. Por supuesto, César le importa un rábano, pero es la excusa para ganarse la aclamación de la masa, esa suerte de estupidez telúrica con que la gente se apronta a ceder sus derechos para cebarse en su resentimiento.
¿Cómo hacerle entender a la gente que los demagogos, sus promesas y sus ficticias honestidades son el solvente de las libertades y la vida política? Lo dijo Max Scheler: “el resentimiento es un veneno inoculado contra uno mismo”.
¿Cómo pudo saberlo Shakespeare, que nunca vio ninguna forma republicana ni política? Quizá porque entendió mejor que todos el lugar público de la palabra. Y algo más: su valor de discurso y oratoria: su Julio César se puede convertir en una farsa de merolicos si no hay actores, o director, capaces de transmitir justo aquello que no pasa en una lectura inexperta: la palabra escrita carece de modos, entonaciones; la forma de pronunciar los parlamentos es determinante: Bruto discurre racionalmente; Antonio, con vehemencia, con cambios de tono, con insinuaciones. No importa que su discurso carezca de razonamientos: abunda en anzuelos que la masa no puede evitar tragarse, cada vez que abre la boca para aclamar al demagogo.