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Santo Domingo Kesté, la tierra que la ONU compró en México para dar hogar a refugiados

Se estima que 150 mil indígenas guatemaltecos de las comunidades quiché, mam, kanjobal, quekchi, chuj, entre otros, cruzaron la frontera huyendo de las guerrrillas y se establecieron en México.

María Luisa tenía seis años cuando sintió venir a los soldados. Era una niña, pero no lo olvida. Uno de los vigías del campamento en la selva llegó corriendo para alertar a los demás: “¡ya viene el ejército!”. Con sus manitas infantiles comenzó a recoger los platos y vasos que usaban. Era la tarea que se le había encargado a los más pequeños. Pero le ganó el tiempo.

“Mi mamá no me quiso dejar sola, me esperó. Nos perdimos en la selva. Nos cayó la noche. Ya no sabíamos por dónde ir. Y ya no sabíamos dónde estaban los demás. Mi mamá dijo ‘aquí nos vamos a quedar’. Iba con otra hermanita tres años más chica que yo. Ahí pasamos la noche, la lluvia, los mosquitos. Más tarde, oímos el rugir del tigre”, recuerda.

Pascual comenzó a huir a sus 23 años después de que a su padre lo mató el ejército cuando iba hacia la ciudad. La guerrilla bajó a su papá del transporte público en que viajaba junto con otras 16 personas. Pero llegaron los militares. Los miembros de la guerrilla huyeron y los abandonaron a su suerte. Los uniformados acribillaron a los pasajeros retenidos y al resto de la población de la comunidad.

“Yo fui a verlo, pero como a los tres días. Como vivía lejos, tenía que caminar un día a pie para llegar a donde hay carro para llegar a donde mataron a mi papá. Llegó la noticia a los tres días. Como no había información, no había radio, nada. Un vecino nos avisó: ‘mataron a tu papá, mataron a tantas personas’. Fui a ver, pero ya no vi el cuerpo. Nomás el documento de él, sí, con sangre”, platica.

Luego de resistir cuatro años cuidando los terrenos de sus papás, que huyeron antes que ella, Rosa decidió fugarse porque ya no había comida. Tenía 15 años. El ejército cortaba toda la milpa para dejar a los campesinos sin alimento.

Era tratar de acabar con la gente civil, más que nada. Por eso el ejército empezó a cortar todo lo que son plantas comestibles, mata de aguacates, de plátanos, todo, la milpa. No dejaba ya sembrar nada. Entonces, se puso ya muy fea la situación y fue cuando decidí venir”, lamenta.

Estos son recuerdos de María Luisa López, Pascual Morales y Rosa González, indígenas quichés que en la década de los 80, junto con decenas de miles, tuvieron que huir de sus comunidades rurales en Guatemala, cruzar la selva y sobrevivir hasta hallar refugio en México.

Son sobrevivientes de la dictadura militar que entre 1978 y 1983 exterminó al menos a 200 mil personas en Guatemala, de las que 100 mil eran indígenas mayas, por identificarlos como seguidores de la guerrilla de ese país.

De acuerdo con el Museo Memoria y Tolerancia, más de 623 aldeas fueron arrasadas por las fuerzas armadas y sus pobladores, masacrados.

La matanza de pueblos originarios de Guatemala en los regímenes militares de Fernando Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt es considerada un genocidio.

A los que sobrevivieron, México los recibió con hospitalidad en tierras del sureste que entonces no estaban ocupadas.

Se estima que 150 mil indígenas guatemaltecos de las comunidades quiché, mam, kanjobal, quekchi, chuj, entre otros, cruzaron la frontera.

María Luisa, de 51 años; Pascual, de 65; y Rosa, de 56; son fundadores de Santo Domingo Kesté, en el municipio de Champotón, Campeche, uno de los pueblos que se construyeron a finales de los 80 para dar refugio a esa ola de víctimas.

Otros pueblos cercanos, como Los Laureles o Maya Tecún, tienen el mismo origen.

Decenas de miles de personas tuvieron que huir de sus comunidades rurales en Guatemala.
Decenas de miles de personas tuvieron que huir de sus comunidades rurales en Guatemala. | Jesús Quintanar

Lo que hoy es Santo Domingo Kesté eran terrenos de un rancho que la naciente Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) compró en México, en coordinación con la recién creada Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) de la Secretaría de Gobernación, para donárselos a los indígenas.

ACNUR y la COMAR les dieron tierras para construir sus casas, materiales para ponerlas en pie y terrenos para sembrar y tener alimento. Hoy viven en México gracias a eso.

Santo Domingo Kesté fue fundado por 450 personas en 1989. Hoy, habitan ahí más de 4 mil 460, la mayoría, niños y jóvenes menores de 29 años, según datos del Inegi a 2020.

Hambre y mosquitos en la selva

Pero pisar suelo mexicano no fue fácil. Desde que decidieron emprender el éxodo e internarse en la selva guatemalteca, cada uno de ellos se enfrentó a retos distintos.

María Luisa López y su grupo vivieron casi un año en la selva, comiendo hierbas. “Pasaban los meses y nada. Y dijimos: ‘¿Qué vamos a hacer? Si vamos a seguir aquí, nos vamos a morir. Ya estamos enfermos, desnutridos’”, recuerda.

Pascual y los suyos duraron un mes escondiéndose en la montaña. “Caminábamos poco, venía el helicóptero, teníamos que escondernos. Los helicópteros y los otros, la guerrilla, siempre andaban viendo. Teníamos que buscar el camino, escondernos, quedarnos una noche aquí, dos noches. Escuchábamos que no hubiera nada, ‘vamos otro poco’, avanzando”, relata.

Rosa y su comunidad tardaron una semana en alcanzar la frontera con México. “Hambre, mosquitos, lluvia, lodo, porque hay momentos que no hay nada qué comer. Los niños se estaban hinchando por la humedad. No había dónde, ya no teníamos casa, ya nomás buscando cómo escondernos, dónde guardarnos. Cuando había mucha lluvia, ya se estaban muriendo más niños. Yo me pegué con una familia que estaba aguantando”, rememora.

Pero una vez que entraron a México, la vida les cambió. Los mexicanos y su gobierno, en el sexenio de José López Portillo, les abrieron los brazos. Los recibieron fraternalmente. Les dieron alimento y techo, pero, sobre todo, les dieron alivio y esperanza.

“Ya al cruzar, pues unos decían ‘¡Ya estamos en México, ésta es la línea de México! Aquí ya no nos va a pasar nada, aquí ya no nos sigue el ejército’. Entonces, uno podía respirar”, dice Rosa, hoy en la tranquilidad de su hogar.

Llegaron entre 1982 y 1985. Primero se asentaron en localidades de Chiapas, como Chajul, Playón de la Gloria, La Sila y Reforma. Pero estaban tan cerca de la línea fronteriza que los helicópteros del ejército guatemalteco los podían alcanzar. Por eso, los fueron reubicando más hacia el norte, hasta que después de varios años llegaron a Campeche.

Los nuevos habitantes de la comunidad construyeron sus casas con las manos, trabajando disciplinadamente.
Los nuevos habitantes de la comunidad construyeron sus casas con las manos, trabajando disciplinadamente. | Jesús Quintanar

En 1989, la ACNUR consiguió las tierras en Champotón para ese grupo de refugiados. Organizados, los nuevos habitantes construyeron con sus propias manos cada una de las casas del nuevo pueblo y los espacios públicos.

El lugar antes sólo se llamaba Kesté porque estaba repleto de árboles de kanisté, nativo de la península de Yucatán, mejor conocido como chicozapote o níspero.

Este 8 de agosto, el pueblo estará de fiesta, pues celebrará 36 años de haber sido fundado oficialmente con ese nombre, por la imagen religiosa de Santo Domingo que hallaron en el casco viejo del rancho que la ACNUR compró para repartir sus tierras.

Hoy en día, la historia del éxodo de los guatemaltecos puede apreciarse en un mural pintado en la pared principal de la iglesia del pueblo, que construyeron en honor a Domingo, el santo.

Juraron lealtad a México

El galerón que hoy sirve de bodega para los granos que venden a Segalmex fue el primer inmueble que los guatemaltecos edificaron en Kesté y sirvió para resguardar todo el material y las herramientas que usaban para poner en pie su nueva comunidad. Pascual es velador ahí.

Mientras los hombres fueron los responsables de la construcción de las casas, las mujeres se organizaron para repartir el trabajo del campo y, con ayuda de ACNUR, crearon una cooperativa para repartir las ganancias de lo que cosechaban y vendían.

Una de las condiciones que les impusieron a los nuevos habitantes fue que no podían salir del pueblo, pues sólo contaban con un documento FM2, de residencia temporal.

Pero en 1999, los que decidieron quedarse a vivir en México y no volver a Guatemala, donde la guerra había terminado, recibieron su carta de naturalización de manos del presidente Ernesto Zedillo, con lo que obtuvieron todos los derechos y las obligaciones de los mexicanos.

Tuvieron que abandonar su nacionalidad guatemalteca y jurar lealtad a la bandera mexicana.

Sin embargo, socialmente sintieron presión para que dejaran de hablar en sus lenguas originales y usaran el español como idioma cotidiano, lo que hizo que las nuevas generaciones dejaran de aprender a hablar como lo hacían sus antepasados.

Aunque al inicio, el gobierno los dotó de agua potable y electricidad, hoy, que el pueblo ha crecido, padece escasez y apagones frecuentes y además, le falta pavimentación.

Las calles del primer cuadro están destruidas. A las orillas, en donde se han construido nuevas casas, los caminos son de tierra que, en épocas de lluvias, se convierten en lodazales que impiden, incluso, que la gente salga de sus casas y los niños no puedan ni ir a la escuela.

En el último año, desde que se aprobó la reforma constitucional propuesta por la presidenta Claudia Sheinbaum para reconocer a los pueblos indígenas como sujetos de derecho e incluso recibir y ejercer recursos federales, las comunidades quichés de Campeche, así como las de otras partes del país, han comenzado a retomar su cultura, pero, sobre todo, su lengua, pues aseguran que ya no les da pena hablar en “su etnia”.

“Si estás con la guerrilla, te matan; con el ejército, te matan”

Pascual Ventura Morales Chilel tenía 23 años y llevaba un mes casado cuando, en 1982, tuvo que huir de Ixcán. En Guatemala, era profesor de preescolar, primero y segundo de primaria, y también era sastre.

En el éxodo, se hizo cargo de su madre y sus siete hermanos menores, pues a su padre ya lo había asesinado el ejército, pese a que no se había involucrado en la guerrilla.

“Si estás con la guerrilla, te matan; si estás con el ejército, te matan. Y como yo trabajaba en la escuela, la verdad, fui neutro. Yo me dedicaba a mi trabajo, salía a la ciudad a cobrar mi cheque. Pero la guerrilla decía ‘éste va a dar información a la ciudad’. Entonces, yo peligraba por acá. Y con el ejército también: ‘éste está dando comida a la guerrilla’”, recuerda.

El conflicto escaló hasta que un día llegó el ejército a su aldea y no hubo más que correr.

“El helicóptero del ejército aterrizó en el potrero, cerca de la casa. Y como ya estaba matando a tanta gente el ejército, ¿quién se queda? Salimos. ‘¡Vámonos, ya!’ Y sin camisa salí, porque ya el ejército venía. Estuvimos un mes en la montaña”.

En el grupo de Pascual iban 40 personas, pero calcula que ese año 45 mil indígenas como él emprendieron el camino hacia México. Atravesaron la selva con temor. En el camino, encontraban cadáveres. Se escondían de los sobrevuelos militares.

“Nosotros decíamos ‘con que tengamos un lugarcito donde dormir, que nos dé México, y poner una lonita, un nylon, con eso lo pasamos, no hay problema’”, platica.

Luego de deambular entre varias comunidades de Chiapas, cuando llegó a Kesté, Pascual no solo ayudó a construir las casas. También dio clases a los niños en los primeros años del pueblo y capacitó a jóvenes para que dieran educación básica a los más pequeños.

Los refugiados crearon una cooperativa para repartir las ganancias de lo que cosechaban y vendían.
Los refugiados crearon una cooperativa para repartir las ganancias de lo que cosechaban y vendían. | Jesús Quintanar

Actualmente, además de cultivar su parcela con chigua y maíz, Pascual sigue siendo sastre y tiene una bocina instalada en el techo de su casa desde donde, hora tras hora, vocea anuncios de los comercios del pueblo. Ese es su negocio.

“Ya no me da miedo hablar”

Cuando Rosa González salió de Guatemala a sus 15 años para salvar su vida, su principal objetivo era encontrar a sus padres en México, que habían huido cuatro años antes que ella.

Por dos años los buscó. Primero, en las comunidades de Chiapas en las que se instalaron los refugiados en los primeros años y donde se embarazó de su primera hija.

“‘¿Conocerán al señor Macario González Soto y doña María Ventura?’”, preguntaba por ellos.

Después, en Bacalar, Quintana Roo, en donde le ofrecieron instalarse después, porque en Campeche ya estaban saturados los campamentos. Ahí nació su hija.

Fue en 1987, un año después, cuando ella y su esposo, a quien conoció en el éxodo, se enteraron de que sus padres estaban en Champotón y acudieron a su encuentro.

“Se sorprendió mi mamá, se alegró, se iba a desmayar, por tantos años sin saber de mí, si estaba viva o si estaba muerta”, recuerda Rosa.

En Santo Domingo Kesté, Rosa tuvo una nueva vida. De ser tímida e insegura por hablar únicamente quiché y haber cursado sólo el segundo de primaria, gracias a personal de la ACNUR, aprendió español y se convirtió en secretaria de la cooperativa de 500 mujeres que trabajaban el campo y vendían su producción de limón, aguacate y mango.

“Fui perdiendo el miedo. Ya no me daba miedo hablar. Frente a las señoras, a pesar de que son mis compañeras, me daba miedo hablar porque no hablamos el mismo dialecto. Yo hablo el quiché. Otras hablan mam, kanjobal, jacalteco, quekchí. ‘¿Cómo me voy a comunicar si no las entiendo ni me entienden? A fuerzas tengo que hablar en castellano’, me dije. Tal vez al revés decía mi castellano, pero así nos entendíamos y me apoyaban esas dos señoras, Marlene y Luisa: ‘No, que no te dé miedo, ánimo’”, platica.

Fue tan notable el papel de Rosa en la comunidad que cuando, en 2004, el entonces secretario de Gobernación, Santiago Creel, llegó al pueblo a repartir las escrituras de los terrenos de los fundadores, ella fue la encargada de dar el discurso de bienvenida.

Hoy, doña Rosa González es comerciante. Con el dinero que su esposo envió por años de Estados Unidos, construyó un local junto a su casa para abrir una papelería.

“Ahora ya tenemos derechos”

María Luisa López no tiene tan buenos recuerdos de su llegada a Santo Domingo Kesté, pues siendo adolescente tuvo que asumir grandes responsabilidades.

“Mi papá me dijo: ‘tú vas a dar de comer a diez señores’. Catorce años tenía yo y le daba de comer a diez señores. Molía en el molino de mano, les torteaba la tortilla. En tiempos de lluvia, como ahorita, la leña no ardía. ¡Era una humazón! Yo siendo todavía una adolescente, ya me habían dado la responsabilidad de darle de comer a esos diez señores. Les preparaba el desayuno, el almuerzo y la cena”, recuerda con un poco de tristeza.

Esos hombres eran vecinos del pueblo que formaban parte del grupo de albañiles que construyeron las casas de Santo Domingo.

Hoy, María Luisa se siente orgullosa de ser fundadora de este poblado en la selva campechana.

“Soy cien por ciento fundadora. Cuando se fundó este pueblo, cuando empezaron a abrir calles, todo eso me lo sé”, dice.

Pero su orgullo actual también radica en que fue designada consejera nacional de la etnia quiché ante el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) en el actual sexenio, en el que, gracias a una reforma promovida por la presidenta Claudia Sheinbaum, los pueblos indígenas de México son considerados ya sujetos de derecho y ejercen, por ellos mismos, presupuesto federal.

“Antes éramos objetos nada más. Ahorita ya sabemos que tenemos derechos y muchas oportunidades, tanto en educación, en salud y ante una autoridad, porque también se han propuesto traductores de cada lengua en las fiscalías, en los hospitales, en las escuelas, para fomentar la etnia, pero todo tiene un proceso, no es de hoy a mañana”, dice.

No obstante, la sola idea las ha empoderado y en lo cotidiano, las mujeres quichés han comenzado a retomar sus maneras típicas de vestir.

“Últimamente cada que hay una fiesta, como la patronal, que ya se acerca el 8 de agosto, fíjese que la gente nos dice ‘traigan sus trajes típicos’. Y como que veo que ya se usa más. Aunque nada más la blusa, pero al menos ya traen”, afirma contenta la mujer que, siendo niña, sobrevivió al rugido del tigre que escuchó con su mamá cuando se perdió en la selva guatemalteca a los seis años.

LP

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Rafael Montes
  • Rafael Montes
  • Egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Reportero desde 2008. En 2016 se incorporó al equipo de Grupo MILENIO para cubrir Política y asuntos especiales para diario, web y televisión. Aunque sus temas favoritos actuales son transparencia y rendición de cuentas, también le gustan las historias de la gran ciudad.
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