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Del disco al botón: crónica de una llamada en los 80, una verdadera odisea

El hablar por teléfono en los 80 no era tan sencillo como hoy en día, donde basta con tocar la pantalla de un celular para tener contacto con alguien más en segundos.

El hablar por teléfono en los años 80 no era tan sencillo como hoy en día, donde basta con tocar la pantalla de un celular para tener a alguien del otro lado en segundos. En aquella época levantar el auricular era casi un acto de valentía, un ritual cargado de nervios, costos y obstáculos familiares.

La llamada podía empezar con algo tan simple como un número escrito a mano en un pedacito de papel arrancado de la libreta escolar. Ese papel era un tesoro: significaba que la chica que te hacía suspirar en la secundaria había confiado en ti lo suficiente como para compartir su número. Pero no nos engañemos, obtener el número era apenas el inicio de la travesía. Lo complicado venía después, cuando había que marcarlo.

No todas las casas tenían línea telefónica y quienes la tenían, la guardaban como un recurso valioso, casi sagrado. El teléfono estaba instalado en la sala, bajo la mirada atenta de la familia completa. Era un aparato pesado, de disco rotatorio, gris o negro en su mayoría, que funcionaba con paciencia: había que girar el disco número por número, esperar a que regresara a su lugar y luego repetir la operación hasta completar la secuencia. El simple acto de marcar era un ejercicio de suspenso.

Superado ese primer obstáculo, venía el filtro humano. Si contestaba el hermano menor, lo más probable es que te llenara de preguntas incómodas y terminara colgando entre risas. Si contestaba la madre, la suerte podía estar de tu lado: con voz cálida y tono cómplice, era común que te tratara como si te conociera de toda la vida y facilitara el contacto. Pero si quien atendía era el padre… ¡Agárrate! Porque lo que seguía parecía un interrogatorio policial: edad, intenciones, futuro y un sermón que podía terminar con un contundente: “Aquí no vuelvas a llamar”.

Por todo eso, llamar a la chica de tus sueños se sentía como pasar por varias pruebas de fuego antes de siquiera escuchar su voz.

Cuando en casa no había teléfono, la opción eran las cabinas públicas. Allí, con un puñado de monedas, esperabas turno mientras la fila detrás de ti escuchaba inevitablemente tus palabras. La privacidad era un lujo escaso y había que hablar rápido: el sonido metálico de las monedas cayendo dentro del aparato marcaba el tiempo y recordaba que el dinero se agotaba.

Las conversaciones solían ser breves. El costo de las llamadas y la paciencia limitada de la familia obligaban a ir directo al punto. Por eso, muchas historias de amor en los 80 se construyeron entre frases cortas, silencios nerviosos y citas planeadas con precisión. Si alguien quería hablar en serio, lo hacía en horarios muy definidos, generalmente en la noche, cuando la casa estaba más tranquila. Aunque, claro, siempre existía el hermano curioso pegado al otro teléfono, escuchando con disimulo.

Y si no tenías el número directo, estaba la ‘biblia telefónica’: las guías, esos gruesos directorios de papel en los que había que buscar entre apellidos comunes. A veces había que llamar a varias casas hasta dar con la persona indicada. El riesgo de hablar con desconocidos formaba parte del paquete.

Los romances a distancia eran todavía más complicados. Las llamadas de larga distancia se cobraban por minuto y podían elevar la cuenta mensual a niveles escandalosos. Bastaba pasarse unos minutos de más para que, al final de mes, llegara un recibo que provocaba sermones memorables por parte de los padres. Era, literalmente, un lujo hablar de amor a kilómetros de distancia.

Con el paso de los años llegaron los teléfonos de botones, que parecían modernos y veloces comparados con los de disco. La sensación de tecnología avanzada estaba presente en cada llamada que se marcaba más rápido, aunque el resto de las dificultades seguían siendo las mismas.

Hoy todo esto parece un recuerdo lejano. Vivimos rodeados de teléfonos inteligentes que no solo llaman, sino que almacenan fotos, videos, conversaciones escritas, emojis y hasta la vida entera en redes sociales. Nos comunicamos de manera inmediata, pero al mismo tiempo la voz ha ido perdiendo protagonismo: hablamos menos y escribimos más, aunque escribamos con prisas, faltas de ortografía y mensajes que a veces parecen jeroglíficos.

Lo curioso es cómo ha cambiado la relación con la llamada en sí. Antes rogábamos que nuestros padres atendieran con paciencia y nos pasaran con la persona que queríamos escuchar. Hoy, los papás somos nosotros y casi suplicamos que nuestros hijos contesten aunque sea un mensaje.

Llamar por teléfono en los 80 era toda una odisea, un acto que requería valor, ingenio, monedas y un poco de suerte. Era un proceso lleno de rituales que, a pesar de las complicaciones, le daba un sabor especial a cada conversación. Quizás por eso las recordamos con tanta nostalgia: porque en aquella época, hablar por teléfono significaba mucho más que marcar un número; era construir un pequeño puente humano, frágil, costoso, pero profundamente significativo.

Nos volvemos a encontrar muy pronto en otra Plática para el Trayecto.

mrg

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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