Hoy en día a muchos les sigue pareciendo radical y extrema la idea de que el hombre y la mujer son iguales ante la ley y que deben gozar de los mismos derechos. Más radical aún les parece la reivindicación de que, para alcanzar esa igualdad y que el goce de esos derechos sea real y efectivo, es necesario adoptar medidas correctivas, cambiar patrones socioculturales y asumir que las cosas no están bien tal como están.
Lo cierto es que las mujeres siguen enfrentando un terreno disparejo. Los estereotipos de género que las encasillan en determinados roles y las barreras históricas que han frenado el pleno disfrute de sus derechos siguen haciendo de la igualdad real una meta muy lejana. Las mujeres en su vida cotidiana se encuentran con techos de cristal que veladamente limitan su ascenso laboral, violencia en sus hogares, acoso en la oficina y en las calles, violencia política, brecha salarial, etc. Los fenómenos de discriminación contra la mujer son variados y abarcan todos los aspectos de su vida.
Uno de esos fenómenos es el de la doble jornada. La incorporación de las mujeres al mercado de trabajo en las últimas décadas no se tradujo en una nueva distribución de las obligaciones en el ámbito de su vida privada. Por el contrario, bajo el discurso estereotípico de que las mujeres tienen una predisposición natural y habilidades innatas para las tareas de cuidado, las mujeres han mantenido la mayor parte de esas responsabilidades, lo que les ha impedido desarrollarse en su empleo en la misma medida que los hombres.
Las características del mercado laboral, fundadas en la distribución tradicional de roles, favorecen un esquema en el que se considera a los individuos al margen de sus relaciones familiares y, en ese sentido, la dedicación de tiempo y esfuerzos a actividades fuera del ámbito del trabajo constituye un obstáculo al crecimiento. Así, a pesar de que las horas totales dedicadas al trabajo dentro y fuera del hogar puedan ser iguales o superiores a las que dedica el cónyuge, es decir, a pesar de que tengan que sobrellevar una doble jornada, las mujeres no tienen las mismas oportunidades de formar un patrimonio propio.
Para paliar esta inequidad, la Suprema Corte —aplicando la perspectiva de género por la cual los juzgadores están obligados a advertir y traer a la luz los patrones de desigualdad que impiden el goce efectivo de los derechos de las mujeres— ha determinado que al disolverse un matrimonio celebrado bajo el régimen de separación de bienes, el cónyuge que haya tenido un empleo, pero que además se haya dedicado en mayor medida al cuidado del hogar y de los hijos y que por ello no haya logrado desarrollarse en el mercado de trabajo convencional con igual tiempo, intensidad y diligencia que el otro cónyuge, puede solicitar una compensación o indemnización respecto de los bienes adquiridos durante el matrimonio.
Este reconocimiento de la doble jornada es un paso importante en el camino a la igualdad sustantiva. Sin este tipo de ejercicios que permiten detectar las inequidades subyacentes en las relaciones sociales, la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer solo será una realidad en el papel.
Al final, a lo que debemos aspirar es a una total redefinición del papel de la mujer en nuestra sociedad; a una revisión de los términos en que se relacionan los géneros en todos los terrenos: la familia, el trabajo, la política, la cultura, la educación. Los estereotipos lo han permeado todo y es una labor constante identificarlos, desterrarlos y reemplazarlos por una noción de corresponsabilidad social y de género.
Si nos tomamos en serio la idea de que la igualdad es un valor fundamental de la sociedad, tenemos que entender que tanto las responsabilidades del hogar, como las de la vida pública, son tarea de todos. El cuidado de los hijos es demasiado importante como para dejar fuera de él a los hombres. La economía y la política son demasiado importantes como para dejar fuera de ello a las mujeres. ¿Es esto demasiado radical?