Vivimos en un país en el que miles de familias sufren el dolor y la desesperación de no conocer el paradero de algún ser querido. Según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, desde 2006 más de 35 mil personas permanecen sin ser localizadas. Aunque es probable que la mayoría de las desapariciones hayan sido perpetradas por los grupos del crimen organizado, está documentado por diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos, que muchas de esas personas —no sabemos a ciencia cierta cuántas— han sido desaparecidas con la intervención directa o indirecta de agentes estatales, quienes han autorizado, colaborado o consentido la privación de la libertad y posteriormente se han negado a reconocer la detención y a revelar la suerte o paradero de las víctimas.
Según la jurisprudencia de la Corte Interamericana, la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos humanos tanto de la víctima como de sus familiares —a la libertad e integridad personal, a la vida, al reconocimiento de la personalidad jurídica, al acceso a la justicia, al recurso judicial efectivo, a la verdad, entre otros—, por lo que se trata de una de las más graves y crueles formas de violación de derechos, sobre todo cuando forma parte de un patrón sistemático o práctica aplicada o tolerada por el Estado.
La ola de desapariciones en nuestro país es de una magnitud sin precedentes y ha sido calificada por Human Rights Watch como “la crisis más profunda en materia de desapariciones forzadas que se haya producido en América Latina en las últimas décadas”. Esta situación ha encontrado caldo de cultivo en el contexto de descomposición social e institucional generado por la penetración de la delincuencia organizada y produce un panorama desolador: a la angustia de los familiares de no saber lo que sucedió, se suma la frustración de ver que las autoridades encargadas de investigar no adoptan las medidas oportunas y exhaustivas para encontrar a las víctimas, sino que lejos de ello, las criminalizan y restan importancia a los hechos.
Las familias se ven en la necesidad de emprender la búsqueda por sus propios medios, con la agravante de que muchas veces la persona desaparecida era el único sostén económico familiar, por lo que además de dejar de percibir ingresos pueden enfrentar la pérdida del acceso a los servicios de seguridad social; todo ello mientras sufren la pesadilla de no saber la suerte de sus seres queridos, oscilando entre la esperanza y la desmoralización e impotencia.
La impunidad que generalmente acompaña a estos casos, la falta de esclarecimiento de los hechos y la ausencia de un reconocimiento inequívoco respecto de la dimensión del problema constituyen formas revictimización continua para los familiares y, en ese sentido, se enfrentan por años a un verdadero infierno.
Como suele suceder tratándose de violaciones de derechos humanos, las víctimas son principalmente personas de escasos recursos y por ello, a pesar de lo alarmante de las cifras, el problema tiende a invisibilizarse, a normalizarse bajo la etiqueta de los ajustes de cuentas entre grupos criminales.
Sin embargo, cuando volteamos la cara, cuando minimizamos la situación, ahondamos el sufrimiento de las familias que buscan a sus desaparecidos; en cierta forma, nos deshumanizamos por la indiferencia ante tan odioso crimen.
Por ello, es urgente que como sociedad reconozcamos la magnitud de las circunstancias. Debe ser una prioridad nacional la implementación de una estrategia integral que permita acabar con los patrones de inacción y negligencia, establecer los protocolos de búsqueda e investigación aplicables a las desapariciones, y empezar a determinar, caso por caso, la suerte o el paradero de las personas que han sido víctimas de este delito, juzgar a los responsables y garantizar el derecho a la verdad y a la reparación. Es momento de decir basta. México no puede seguir siendo un país de desaparecidos. No puede convertirse en un país sin esperanza.