La mujer tiene por lo menos 80 años. Está sola en este restaurante de Polanco. Tras cuatro frases amables sobre comida y clima, se pone de pie y alisa el arrugado cuello de mi camisa. “¿No quiere sentarse?”, le pregunta mi padre, y de pronto luce tan natural su presencia entre nosotros. Se llama Catalina Mendoza y yo, por decir algo, digo que su nombre me suena antiguo. “Es mi cara, no mi nombre”, y sus ojos miran con una opacidad inquietante, como si representaran pensamientos ajenos a sus palabras, unos más perversos. De pronto, durante una conversación vinícola sobre Argentina, voltea a verme con fijeza, “¿y qué piensa un hombre joven de hoy sobre el aborto?”, e inmediatamente, sin darme tiempo para responder, añade: “Yo aborté en 1966”, y entonces la opacidad de su mirada por vez primera coincide con lo que dice. El efecto es íntimo y tenso, lleno de misterio. “Mi mamá y mi novio nunca supieron nada.
Catalina recuerda lugares — “la clínica estaba en un edificio sobre Juan Vázquez de Mella esquina Cicerón—, nombres — “el doctor era un tal Cevallos”— y sensaciones — “la cama olía a naranjas (…) había una enfermera que me tocaba y su dedo era áspero (…) la ventana daba a la calle y al despertar lo primero que vi por la ventana fue un letrero que decía Ferrocarril de Cuernavaca”—, pero su relato no adquiere tintes de queja, dolor o culpa. “Lo del novio es un decir”, aclara, “yo ya tenía 28 años y había decidido nunca casarme, así que el término actual para referirme a él supongo que es el hombre con el que me estaba acostando”. Catalina contrae los labios en una fea sonrisa incompleta. Cierra los ojos. “¿Pero cómo pasó?”, pregunta mi padre y Catalina responde: “me mintió: prefirió negar que se había venido dentro de mí antes que aceptar su incapacidad para controlar su eyaculación”.
Catalina dejó a su novio y se convirtió en la primera mujer sin hijos en la historia de su familia. El aborto fue su secreto durante mucho tiempo. Su madre murió sin conocerlo. “Solo en fechas recientes me he sentido con necesidad de contarlo”, nos guiña un ojo, “de contarle a desconocidos lo que siempre oculté a mi familia”. El cabello de Catalina es completamente blanco. “Mi papá se llamaba Catalino y mi mamá Ana. Yo fui Catalina por imposición paterna”. Me pregunto de qué color tenía el cabello Catalina en 1966, cuando abortó a los 28 años. “Lo único que me gustaba de parir era la idea de que si salía un niño le hubiera puesto Ananías para vengar la sumisión de mamá”. “¿Cómo?”, pregunta mi padre. “Ananías” dice Catalina con firmeza y yo imagino que su cabello era castaño, “y ése sí que es un nombre antiguo”.
La invención de Anaías
CRÓNICA
Catalina abortó en su juventud y guardó el secreto por décadas. A sus 80 años, lo cuenta solo a desconocidos
México /