El cartujo atraviesa Morelos en un mal día: el del asesinato de la presidenta municipal de Temixco, Gisela Mota. En los noticiarios no se habla de otra cosa, todo remite al crimen organizado, al temor de la población, a las complicidades políticas. Escucha declaraciones de funcionarios, de familiares de la víctima, de vecinos de la colonia Pueblo Viejo, donde sucedió el crimen, y se siente triste, agobiado.
Desde la niñez y durante muchos años, Morelos fue un paraíso para él. Uno a uno fue recorriendo sus pueblos y balnearios, enamorándose de su clima, de su paisaje; apreciando la amabilidad de su gente. ¿Dónde estaba escondida la maldad de estos días aciagos? No lo sabe y seguramente nunca lo sabrá, aunque quizá germinaba en la desigualdad y el rencor.
A principios de los setenta, con un grupo de compañeros de la Escuela Nacional de Maestros, viajó a un pueblo perdido de Zacatepec. Visitaron una de las llamadas escuelas "unitarias", en las cuales un solo profesor atendía a alumnos de grados diferentes. La escuela era un cuarto sin ventanas, con techo de láminas de cartón y sin electricidad. Había un pizarrón, una mesa de madera y nada más. Llegaron por la tarde; los recibió una maestra, joven, morena, con ropa descolorida de tanto uso. Les ofreció hospedarse en el salón de clases y les mostró unas cubetas con agua, tapadas con plástico, para el aseo matutino. La noche fue prolongada, oscura, calurosa. En la mañana, fueron llegando los niños, cada uno con sus útiles y su silla, la mayoría descalzos, con la ropa rasgada, mugrosos. Más tarde, cuando los acompañaron al río por unos baldes de agua, comprendieron las razones de su falta de higiene. Recorrieron un camino —como diría la canción de Los Beatles— largo y sinuoso, con subidas y bajadas. El pueblo no tenía agua corriente y llevarla a las casas era un calvario, con botes y aguantadores; por eso la utilizaban para lo esencial: beber, preparar la comida, lavar los trastes. La ropa se lavaba en el río, donde también bebían los animales y, de vez en cuando, se bañaba la gente.
Durante una semana estuvieron en esa comunidad, a pocas horas del Distrito Federal, con casas desperdigadas entre las lomas, con campesinos desposeídos de casi todo y una maestra desesperada por el lento aprendizaje y las faltas continuas de sus pocos alumnos, con ganas de salir de ese pueblo hacia un destino menos desolador.
De esa situación fue alimentándose un encono irremediable, profundo. En todo el estado había casas de fin de semana, muchas de ellas de un lujo excesivo y no siempre bien habidas, con servidumbre numerosa y mal pagada. Los contrastes sociales eran evidentes, pero pocos pensaban entonces en la corrupción, las drogas, pero sobre todo en la injusticia, la pobreza y la falta de educación como el combustible siniestro y perfecto para convertir en infierno una de las entidades más hermosas del país.
Queridos cinco lectores, en su retorno a la realidad, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.