Un beso. Ni siquiera de piquito ya no digamos sensual. Fue un mordisco apresurado en la comisura de los labios. Con un muro detrás revestido de ese azul típicamente norteamericano. Viralización instantánea. Un posible candidato del Partido Demócrata avanza fuerte en las patrulladas elecciones primarias de Iowa y en una de esas logra sacar de sus casillas a Trump. Hambreados estamos de representación: líderes de opinión, de esos que asimiló el sistema televisivo después del Soy132, retuitearon la imagen sin detenerse en la placa ideológica de Pete Buttigieg, que incluye un orgulloso pasado como veterano militar, héroe de guerra y convicciones religiosas moderadas, eufemismos que usan los políticos para que la derecha no se vea tan a la derecha. Pero religiosas, al fin y al cabo. Con versículos resarciendo la persuasión que castigan la sexualidad entre hombres: sodomía. De los pecados más nauseabundos. Según la religión. Como la que defiende Buttigieg.
La popularidad en ascenso de Buttigieg no es tanto por su abierta homosexualidad, como si por su lenguaje de aparente relevo generacional, en cuyas sutilezas pueden leerse certezas moralinas que estimulan los arraigos conservadores de Norteamérica. Cuando la periodista Charlotte Alter echa un primer vistazo a la casa del candidato demócrata en su natal South Bend, Indiana, en la videoentrevista para la revista Time, aquello parece un showroom diseñado por el orgasmo liberal de Martha Stewart, maderas por todos lados, cortinas caras, pinturas abstractas y un candelabro enorme. Pero se echaba en falto algo joto y lúdico, como una ornamental bandera gay, por lo menos para romper esa pretérita saturación de tonos cálidos.
La mayoría de la representación gay dentro de la iconografía hetero, se ve obligada a aceptar una cuota de diplomático autodesprecio, de lo contrario, la normalización de la marginalidad entra en acción. Basta ver el poco éxito que tuvo la serie Looking! Es hasta cierto punto comprensible que todos los políticos abiertamente homosexuales se comporten poco menos que asexuados. Para ellos, la atracción a otros cabrones se reduce a un acto de diversidad sexual contenida y casi decorativa, como los arcoíris pintados en los cruces de la avenida Juárez o los marcos sacados de un capítulo de Queer eye for straight gay que guardan las fotos de la boda de los señores Buttigieg junto a los libros de Karl Marx porque si Chasten adoptó el apellido de su marido, el candidato, como en los viejos tiempos lo hacían nuestras abuelas, que firmaban para ser propiedad de sus maridos, por aquello de los derechos y el bienestar, decían; en fin, un acto que represente agradablemente y nunca incomode la moderación buga. Solo eso.
Resulta desconsolador y frustrante pensar que los únicos momentos en que los homosexuales hemos entrado a la política sin regatear o heterosexualizar nuestras identidades, han sido en los picos más culeros del sida.
En el libro And the band played on: politics, people, and the AIDS epidemic, el periodista Rady Shilts narra las incendiadas discusiones entre los dueños y clientes de saunas y clubes de sexo, y los funcionarios de San Francisco cuando se propuso una clausura temporal de estos para contener la propagación del virus. Shilts pormernoriza una escena que me dejó marcado para siempre, cuando un usuario de los saunas salta encabronado por encima de los demás y empieza a gritar algo así como que al gobierno nunca le ha importado los homosexuales y mucho menos su salud, siempre se agarrará de cualquier pretexto, aunque sea benéfico y hará lo posible para encerrarlos en el armario, “por eso quieren cerrar los saunas gays, porque odian que seamos homosexuales siendo homosexuales”. Gracias a esos encontronazos en que la homosexualidad no se avergonzó de si misma, el tema de VIH se convirtió en política pública que permitió la sobrevivencia. Después de eso, las canciones contra el gobierno de bandas como Black Flag, Crass o Bad Religion tuvieron un significado más personal para mí.
Al parecer no hay salida a esa ejecución de conservadurismo, tradición y sus crápulas de derecha. Decía Pier Paolo Pasolini en su libro de ensayos Escritos corsarios: “En efecto, una subcultura de derecha puede muy bien ser confundida con una subcultura de izquierda”, y aquí estamos, frente a un candidato abiertamente homosexual que se conduce como un buga hogareño y recatado, fomentando la subcultura de la monogamia y los delimitados valores episcopales, a los que se convirtió después de su catolicismo, razón por la cual es visto como conservador por sus mismos pares demócratas. El saneamiento que exige la política llega a convertirse en puntos virulentos para el desenvolvimiento homosexual. Nos roba la cualidad subversiva que implica nuestro placer frente a la reproductividad hetero. Nos empuja a la confusión que decía Pasolini. A la hipocresía, a asimilar la autocensura. Nos empuja al armario. Como siempre ha querido el gobierno, según las crónicas de Rady Shilts.
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