El primer testimonio lo escuché de un veterano político con muchos kilómetros recorridos: “Yo sí entregué despensas”.
Antes que un descargo a su conciencia, era una justificación. Explicó: “… en los primeros años de los 80´s hacía campaña para diputado por la sierra. Hacia campaña en una época en donde no era ne-cesario hacer campaña, porque todos los candidatos del PRI ganaban. No obstante llegamos hasta los últimos pueblos de la montaña. Cuando daba mi discurso observé que la gente estaba ausente con la mirada perdida”. Según su relato, el político descubrió que la gente tenía hambre.
De regreso a la ciudad con el corazón atolondrado, el candidato tramitó unas despensas y las envió a la sierra. La gente le correspondió con su voto que tuvo que depositar en la casilla ubicada a 2 horas de caminata. Una década antes, la esposa del Presidente de la República, Esther Zuno de Echeverría también descubrió el hambre del pueblo y como buen gobierno populista, estableció un programa nacional para el reparto de despensas. Antes la asistencia solo había llegado en la forma de “desayunos escolares” una acción con mayor sentido porque trascendía en la educación.
El inocente trueque de despensas por votos se trasformó en un uso político discrecional que creció de forma exponencial a la par de la competencia electoral. Cuando la oposición al PRI ganaba terreno subía la inversión en despensas, método que a su vez la oposición imitó como una calca.
La transgresión electoral cobraba gravedad porque la mayoría de esas despensas salían de las bodegas del Gobierno. Sin embargo el daño mayor estaba en el atropello a la dignidad de los electores.
Hoy, repartir despensas en tiempos electorales es un delito.