En un horizonte amplio, el jefe político debe serlo por un tiempo limitado. El tiempo, o más bien, el recorrido del viaje en el poder, será el mejor aliado de cualquier liderazgo. El gobernante que atropella su tiempo y fuerza prolongarlo, termina por pudrir su mando.
Para ninguna circunstancia de la vida existe una medición exacta del tiempo propicio. Parece ser un elemento más de la magia de la vida. Pero mayor evidencia de su buen cálculo es la vida de los políticos porque es pública e irremediablemente trasciende en la vida misma de la sociedad.
El fenómeno más común del mal cálculo del tiempo político es la dictadura. Cuando al líder lo invaden los venenos del poder, especialmente la soberbia y ambición, es el momento preciso del retiro. Pero es cuando mayor resistencia oponen porque también les ha invadido una especial ceguera; aquella en donde se pierde la nitidez entre la tierra y el cielo. Los dictadores se sienten celestiales, indispensables e insustituibles.
El temple podría ser una medicina para el jefe político omnipotente. Cuando su poder domina, cuando sus órdenes se cumplen sin resistencia y comienza a elevarse del piso, el temple de un político profesional le dará fuerza suficiente para vencer su idolatría. La congruencia no es suficiente porque las realidades del poder le han dado diferente perspectiva. El gobernante serio tiene otra visión, sin duda más certera, no así aquel que se glorifica a la cumbre del olimpo. La historia está rebosada de casos dramáticos de personajes que erraron en el cálculo de su tiempo en el poder. Mucho ayudaron a corromper los subalternos que a su sombra quisieron eternizar también sus cómodas estancias.