Kevin Federline, ex esposo de Britney Spears, escribió un libro en el que la acusa de tantas cosas como uno pueda imaginar. Y es verdaderamente devastador.
Lo es porque, si un padre estuviera realmente preocupado por sus hijos, no haría la denuncia a través de un libro: lo haría en la corte. Y lo es, también, porque todos hemos sido cómplices —en mayor o menor medida— de consumir cualquier producto que surge de seguir explotando la desgracia de una mujer, solo por entretenimiento.
Curiosamente, este engendro editorial llega justo después de que la cantante dejara de pagarle a Federline la manutención de sus hijos, quienes ya alcanzaron la edad en la que ese proceso termina. Y sin saber realmente qué pasa con Spears —solo ella lo sabe, y quizás ni siquiera—, puedo decir que no hemos aprendido nada sobre la empatía.
Pareciera que empujamos colectivamente a otros hacia la tragedia, aunque también sé que muchos no queremos esto de nuestro entretenimiento.
En este espacio lo hemos analizado por años: lo que revela de nuestra falta de humanidad el consumir sin pudor la ruina ajena, justificándolo con un “ellos se lo buscaron por ser famosos”.
Pero lo que le pasa a la Princesa del pop les pasa también a millones: jóvenes, y no tanto, atrapados en su propia versión del infierno que es la opinión ajena en plena era digital.
Ya no se trata solamente de aquellos quince minutos de fama de los que hablaba Andy Warhol, sino de auténticos días de infamia.
Sin darnos cuenta, todos aprendimos a devorarnos unos a otros sin pensarlo fríamente y sin remordimiento alguno.
Por desgracia, para más de una generación, Britney Spears fue la paciente cero de esta terrible epidemia informativa y emocional.
