Política

Amor en tiempos del Súper 8

Tengo la convicción de que nada después fue tan luminoso, nada contenido en videocasete o en archivos digitales. Shutterstock
Tengo la convicción de que nada después fue tan luminoso, nada contenido en videocasete o en archivos digitales. Shutterstock

Casi todo es incierto cuando se conversa sobre historias familiares. Detrás de la niebla del tiempo las piezas de la memoria individual cuadran mal al intentar compartirse sobre la mesa del conjunto.

Un manual contemporáneo de buenas maneras debería prohibir toda disputa sobre el monopolio de la verdad familiar. En una circunstancia así es mejor reconocer que en vez de recuerdos los seres humanos contamos con reinterpretaciones cargadas de subjetividad.

A diferencia de la mía, las generaciones más jóvenes tendrán un registro menos sesgado de su memoria. La revolución digital hará que sobreviva evidencia abundante para despejar dudas futuras en las fiestas familiares.

Pero mi clan de origen se fundó mucho antes de que existieran los dispositivos celulares. Pertenecemos a una prole antigua que tampoco se benefició, al menos no durante la primera década, de la videocasete VHS. 

Sin embargo, tuvimos la suerte de ser retratados en movimiento gracias a un ladrillo gris y negro, de la marca Kodak, en cuyo interior giraba un carrete de celulosa similar al del cine profesional, pero mucho más pequeño.

La primera vez que asistí (conscientemente) a la luna de miel de mis padres fue frente a una pared desnuda que servía para recibir los haces de luz arrojados por un ruidoso proyector de películas Súper 8.

Ahí, mi padre luchaba contra un falso pirata que buscaba cruzarle el vientre con una daga de utilería, mientras mi madre se retorcía de risa, con la piel envidiablemente bronceada, montada sobre una lancha para pasear turistas en la bahía de Acapulco.

Aquel carrete, cuya duración no superaría los tres minutos con veinte segundos, se extravió para siempre. Los recuerdos originales únicamente sobreviven en la mente borrosa de mi padre de ochenta y siete años, quien me asegura que durante la noche de uno de esos días yo habría sido concebido.

Ese rollo se encontraba junto con otros que se extraviaron durante cuatro décadas. A diferencia de las navidades pasadas, este 2022 la fiesta de nuestra memoria será distinta. Resulta que hace unos meses, en el rincón menos esperado de la casa familiar, asomó una caja destinada a la basura. Dentro de ella aparecieron unos treinta circulitos de plástico, color amarillo, en cuyo interior sobrevivieron enrolladas las anécdotas más entrañables de mi infancia.

Está científicamente probado que los recuerdos más escondidos pueden despertar gracias a la música y los olores. Pero ningún recurso podría superar a estos retazos de cine casero.

Mi abuelo paterno murió poco antes de que yo cumpliera dos años y ahora pude volver a verlo. Lo mismo que a la Mamaia, la mujer más dulce según palabras de mi madre, que fue su nieta preferida.

Algunos adultos que marcaron, gigantes, el prólogo de mi primera biografía, aparecen ahí con veinte años menos de los que ahora tengo. También desafían mi edad actual los autos que durante los años setenta del siglo pasado nos llevaban al mar. En el presente me parecen tan antiguos como una carroza tirada por caballos.

Estas bobinas narran la historia de una familia que reía mucho en Navidad y también en cada cumpleaños, por lo menos cuando sus integrantes teníamos encima la luz blanquísima del reflector.

Más feliz que la infancia fue la alegría de mis padres filmando los primeros pasos de sus muchos retoños. Aquella emoción parecía inquebrantable. Según consta en el registro del Súper 8 nada podría haber vencido la ingenuidad compartida por todo el clan. Este material viene hoy a confirmar lo que íntimamente ya sabía: los primeros diez años de mi familia de origen fueron los más felices.

Rebaso ya la cincuentena y mirando de nuevo los gestos amorosos de aquellos años debo reconocer que me he pasado la existencia tratando de recrear aquel cariño cargado de bondad. 

No tengo idea si mis hijos vayan a poder narrar recuerdos tan entrañablemente fundamentales, pero juro, con mi mejor honestidad, que desde que llegaron a este mundo he intentado aportar a su propio acervo la fuerza incomparable que se obtiene cuando uno ha sido amado tal como lo atestiguan esas cintas de nitrato y plástico.

No sería justo echarle la culpa a a la tecnología, pero después de haberme reencontrado con este tesoro, tengo la convicción de que nada después fue tan luminoso, nada contenido en videocasete o en archivos digitales.

Así como el cine sigue siendo un arte insuperable, el cine casero es un recurso superior respecto de cualquier otro que se haya inventado. Quizá se deba a que el Súper 8 era un bien escaso, que solamente podía gastarse en eventos muy especiales y para capturar lo verdaderamente irrepetible.

Acaso también, por el parecido con el séptimo arte, porque hasta los más pequeños asumíamos que, una vez encendido el deslumbrante reflector, todos debíamos ser Elizabeth Taylor o Clark Gable. Basta ver los peinados que, en aquella época, portaba mi madre y sus mejores amigas: todas trabajaban como secretarias y lucían más elegantes que la primera dama.

No puedo, por cierto, decir lo mismo de las corbatas que vestía mi padre. Durante esta cena de Navidad, después de proyectar algunas de las cintas, las defenderá diciendo que eran impecables y los demás habremos de rendirnos con humidad frente a su argumento.

De todo cuanto hallé en esa caja milagrosa hay algo que intentaré, por todos los medios, ahorrarle a mi propia descendencia. Aún hoy me avergüenza verme vestido de ave amarilla con alas de papel crepé bailando durante la fiesta del día de las madres en mi primer año escolar. También me causa rubor el beso de aquella niña que antes de perderse en la niebla del tiempo, me hizo saber –con pudor máximo– que fuera de la familia aguardaba un mundo igual de candoroso. 

Ricardo Raphael

@ricardomraphael

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Ricardo Raphael
  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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