La historia nos revela la dolencia permanente de una esquizofrenia universal, esto es, de conciencia escindida entre el anhelo de construir la paz mundial y el sempiterno estado de guerra.
Sobre la noble aspiración humana de la paz ha prevalecido la inhumanidad de la guerra, la barbarie y la crueldad.
La guerra siempre ha existido. La historia es la crónica y el juicio sobre la incesante serie de batallas entre naciones y de revoluciones intestinas.
El mundo padece ahora el drama interminable del Medio Oriente y de muchas naciones africanas; la guerra de Rusia contra Ucrania, el terrorismo internacional, y revoluciones intestinas por causas políticas o de la criminalidad desbordada como en nuestra patria.
Pero a pesar de todo prevalece el sentimiento de la empatía.
Ese anhelo interior que ha construido a través de los tiempos la idea de humanidad; que es la suma de valores que deberían de caracterizarnos: la amistad, la comprensión, el respeto, la libertad y la capacidad de la convivencia armónica.
Así, pues, la idea de humanidad enfrenta día a día la implacable realidad de la barbarie, de la inhumanidad.
Ante esta dicotomía, el dilema personal es que debemos y podemos hacer para el desarrollo y fortalecimiento de los valores morales.
Creo, firmemente, que la respuesta está en asumir el compromiso personal e indeclinable de persistir en la búsqueda del significado y el propósito de la vida; en distinguir entre el bien y el mal; y elegir lo bueno y justo.
Este compromiso implica, necesariamente, la práctica de una nueva forma de pensar, hablar y actuar, que se manifieste en el respeto y la solidaridad sin distinciones de raza, religión o clase social.
Jesucristo dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros.