Sociedad

De taxista esforzado a delincuente consumado

  • Historias negras
  • De taxista esforzado a delincuente consumado
  • Raúl Martínez

Si hubiera una forma de definir a Roberto Rodríguez, sería como un hombre feliz y afortunado. Tenía 39 años, estaba casado y era padre de dos chicas adolescentes, una de 16 años y otra de 14.

Era obrero especializado en una empresa laminera. Por su disciplina, constancia y esfuerzo se había ganado el puesto de jefe de área.

Con su sueldo y horas extras le alcanzaba para vivir modestamente con su familia en su casita del Infonavit. Eran felices pese a las carencias.

Roberto era ameno en sus pláticas, consentidor, pero exigente. A sus hijas siempre les daba buenos consejos y las prevenía de posibles peligros.

Los domingos sin falta, luego de almorzar, iban a la iglesia y con fervor rezaban. Después les daba permiso a sus hijas de que salieran con sus amigas o amigos, y él y su esposa se iban al cine o a caminar.

Pero el día menos pensado sucedió algo que trastocó la tranquilidad de la familia. La empresa donde Roberto había trabajado más de 17 años se declaró en quiebra.

Con esfuerzos, la empresa liquidó a los trabajadores, con un 30 por ciento de lo que les correspondía. No pudieron reclamar. Roberto entristeció y su familia también.

Roberto no se amilanó y comenzó a buscar trabajo. No tenía oficio. Los trabajos que le ofrecían era de obrero y con paga mínima.

Se le acabó el dinero de la liquidación y comenzaron a vivir en la zozobra. Las hijas de Roberto pensaron en dejar la escuela y su esposa quiso buscar trabajo de obrera.

Ante aquellas propuestas, Roberto más se desesperó y entonces un compadre le dijo que si aceptaba, lo recomendaba para trabajar de taxista y aceptó.

Pero el taxi daba muy poco dinero. Tenía que pagar la renta y la gasolina. Todo era preocupación.

En cierta ocasión en un supermercado, una mujer le hizo la parada, Roberto, acomedido, se bajó del taxi, subió a su cajuela varias bolsas y vio en ellas carne, cereales, pan, frutas, huevos y muchas cosas más.

Roberto se dispuso a llevarla. Cuando llegaron, la mujer le pagó, se bajó del taxi, pero Roberto sin saber por qué aceleró y se llevó toda la despensa.

La pasajera con desesperación empezó a gritar. Roberto, nervioso por el robo que había cometido, enfiló hacia su casa. Todas se alegraron.

Les dijo que había hecho dos viajes al aeropuerto y que le pagaron bien. Roberto, al regresar a trabajar, no se arrepintió y pensó en hacer lo mismo. Su segunda víctima fue en la terminal de autobuses. Se llevó las maletas y hasta aparatos de su pasajera.

Sin remordimientos continuó con sus fechorías. Buscaba pasajeros que llevaran aparatos, computadoras, máquinas y siempre cometía la alevosa huida.

Con el producto de sus robos, la estabilidad económica mejoró en su casa. Y para ocultar su maldad, los domingos siguió yendo a la iglesia.

Ante su familia, Roberto continúo siendo un padre ejemplar, pero una vez que se subía al taxi cambiaba, y como depredador, empezaba a buscar víctimas.

Una noche se subió una mujer joven. Por el espejo vio que traía reloj y cadena en el cuello. Sin pensarlo enfiló a una calle oscura. Con un desarmador la amenazó, la despojó de todo y la manoseó; la bajó y huyó.

Cuando revisó el botín se alegró, más de dos mil pesos, celular, buen reloj, cadena de oro. Pensó que esos atracos le dejaban dinero directo. Se armó de un filoso cuchillo.

Sus víctimas: mujeres, ancianos, estudiantes y hasta discapacitados. Se volvió temible. Y como era de esperarse, el bienestar familiar mejoró en mucho, y como siempre, los domingos con su familia acudía a la iglesia.

Como le resultaba mejor trabajar de noche, su esposa y sus hijas elogiaban su fortaleza y su bondad. Él les hacía recomendaciones, ellas lo bendecían.

Pero Roberto ya no se conformó con solo robar a las mujeres, las manoseaba y cuando alguna le gustaba, la violaba. Roberto se había convertido en psicópata.

Las pasajeras ultrajadas, por vergüenza, callaban. No denunciaban.

Una noche, al pasar por una fábrica, subió a dos jovencitas que iban a distintas direcciones, pero por la misma zona. A una la dejó primero y la segunda le indicó por dónde debía irse.

Roberto, sin responderle, siguió manejando y la chica se alarmó cuando vio que se había metido por una calle oscura. Roberto detuvo el taxi y la amenazó con su cuchillo.

La chica quiso escapar. Roberto le desgarró las ropas. Ella le pidió clemencia, pero enardecido por la adrenalina, no escuchó. Su víctima lo arañó y mordió.

Roberto, enfurecido, la golpeó con el puño cerrado; la chica casi desnuda le clavó las uñas en el rostro. Él, enfurecido, le apretó el cuello, pero en esos momentos una luz cegó sus ojos.

Era una patrulla que al ver el taxi estacionado, se les hizo sospechoso. Roberto trató de huir, pero los policías lo encañonaron. Fue cuando otro de los uniformados vio en el asiento de atrás a una jovencita casi desnuda y muerta.

Esa noche, Roberto no llegó a su casa. Su esposa e hijas, preocupadas, rezaron para que nada le pasara. Al otro día supieron que el esposo y padre ejemplar estaba vivo.

Los medios informativos pasaron su foto. Estaba detenido. Había violado y asesinado a una jovencita. Pero al sentirse acorralado confesó su carrera criminal. Era un agresor sexual.

Sus víctimas lo reconocieron y lo denunciaron. Más se hundió. Era un monstruo. Su esposa y sus hijas tuvieron que cambiarse de casa. Sus vecinos las ofendían. Ellas lloraron su desgracia. Estaban avergonzadas, y aunque les dolía, no querían saber más de él.

El que fuera padre ejemplar y católico, pasa sus días en una celda, mientras sus hijas y su esposa tratan de reconstruir sus vidas. Roberto entendió en la cárcel que la peor venganza de quien amas es el perdón... y el olvido.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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