La llegada al poder de Donald Trump, aparte de ser una terrible realidad, es un símbolo.
Un símbolo de la crisis de la democracia como forma de gobierno que aspira a ser justa y representativa. De la nueva era que vivimos, dominada por internet y las redes sociales virtuales, que posibilitan un nivel de difusión de información —y desinformación—, así como de discusión, cooperación, agresión y manipulación nunca antes visto en la historia. Un símbolo de lo que pasa cuando una democracia es sustituida por las redes sociales, haciendo posible que un presidente gobierne mediante tuits. Y un símbolo, finalmente, de cómo en una era así, la política, el arte de gobernar, manejada por especialistas formados para ello, es sustituida por la negociación; en vez de gobernantes, hoy gobiernan negociantes.
A una semana del comienzo de la era Trump, todavía es pronto para saber si la ola de medidas extremas y agresivas que ha tomado van a ser representativas de su gobierno, o solo un desplante para mostrar que está dispuesto a cumplir sus locas promesas de campaña. Dados los antecedentes, lo más sensato es actuar como si fuera a cumplirlas.
En medio de la ola de desastrosas medidas económicas, políticas y policiales que Trump está desatando, hay algo igual de alarmante: su ataque contra las instituciones científicas y contra la idea misma de ciencia.
Ya desde su campaña se sabía que Trump es un negacionista del cambio climático, y que cree en las teorías de conspiración que relacionan las vacunas con el autismo, ya totalmente refutadas.
Pero en los pocos días que lleva gobernando ha nombrado a personas que comparten éstas y otras peligrosas creencias anticientíficas en puestos clave, como la Agencia de Protección Ambiental (EPA) o el Departamento de Energía (DOE). Y ha tomado medidas como eliminar la página de cambio climático de la Casa Blanca e imponer una veda a la difusión de información científica generada en el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) y la propia EPA.
Empleados federales de la NASA, el Servicio Nacional de Parques (NPS), la EPA, el USDA y otras dependencias federales relacionadas con la ciencia han abierto cuentas de Twitter “alternativas” para seguir difundiendo información confiable relacionada con el cambio climático y otros temas que la administración Trump preferiría silenciar. Y la comunidad científica estadunidense organiza una gran marcha para demostrar su desacuerdo con este sesgo anticientífico.
La ciencia requiere de la discusión libre, abierta y crítica. En ciencia solo los datos y la argumentación racional cuentan. La lógica de Trump y sus conservadores de derecha es la de la “posverdad”, donde lo que importa no son los hechos sino la coincidencia de éstos con mis creencias previas. Y es totalmente contraria al pensamiento científico.
La erosión del sistema científico estadunidense, que tendría repercusiones a escala global, y que dificultaría aún más enfrentar la crisis de desinformación anticientífica que padece el mundo —con gente que niega la utilidad de las vacunas, la existencia del VIH o la realidad y los riesgos que plantea el cambio climático— podría ser uno de los más grandes daños que dejará la presidencia de Donald Trump.
Ojalá se pueda hacer algo para evitarlo.
mbonfil@unam.mx
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM