Cada tres años nos quejamos cuando ya van avanzadas las campañas. Todo es electoral, todo es lo mal que estamos y la promesa de un cambio. Pero, mire, qué bueno que ya se acercan. En las campañas al menos se sabe que lo que buscan son votos y desde ahí interpretamos las cascadas de regaños, diagnósticos y remedios de los jugadores políticos.
La fase preelectoral es mucho peor y por fortuna ya está pasando. En esos largos meses, los actores políticos tienen que hacer política sin que lo parezca, no vaya a ser que los acusen de anticipados. Se las tienen que ingeniar para hacer ruido y para denostar al que ven adelante sin decir que lo hacen porque quieren ser diputados, alcaldes o gobernadores. Se pescan de cualquier asunto y lo convierten en el tema clave del momento: hacen lo que pueden para que quede enganchado en los medios y en las redes; lo debaten, encuentran al culpable, buscan un contrincante para argumentar y, finalmente, esbozan una solución sin dar demasiados detalles porque esos se dejan para cuando sea estrictamente necesario. Nada mejor que tachar de asesino y de corrupto al de enfrente, hacerlo personalmente o mediante opinadores virales.
Mientras tanto, el país queda revuelto. Échenle números. Antes de las campañas y de los últimos filtros, los resueltos aspirantes a puestos de elección popular alcanzan fácil los cinco ceros. El próximo 6 de junio, además de las 500 diputaciones federales, estarán en juego 20 mil 868 puestos en las elecciones estatales (diputados locales, presidentes municipales con sus cabildos y casi la mitad de los gobernadores). Si van a competir tres o cuatro candidatos por cada puesto, y otros tantos aspirantes por cada candidatura, tenemos un montón de personas y de grupos en pre-precampaña, haciendo ruido sin que esté claro lo básico: están haciendo proselitismo.
El período más importante para un aspirante es la pre-precampaña. Ahí es cuando es juzgado y evaluado por sus pares, tomado en cuenta o descartado; es cuando demuestra su habilidad, se abre paso y hace hasta lo imposible por aparecer arriba en las encuestas, primero como conocido y después como reconocido experto en gobierno. Ahí es cuando se decide a qué puede aspirar alguien o, como se decía en el viejo PRI, para qué le alcanza.
En la medida que avanza la temporada electoral, muchas cosas se aclaran. Vaya: adquiere su justo nivel la avalancha de acusaciones sin fundamento en los que participa desde el presidente hasta el aspirante menor y sus infanterías en todos los campos, los partidos y sus escalonadas dirigencias.
Bienvenido el juego electoral. Ahora sí, empieza el partido. Tiene una cancha y un reglamento. Se trata de conseguir votos y de quitárselos al adversario. Y es parte de sus estrategias (o de la triste realidad) exagerar las cosas para conseguirlo. También en política somos homo ludens.
A eso se enfocan sin problemas las reprimendas y los enojos. Y todos lo entendemos así. Si alguien dice que AMLO mandó inundar Tabasco, ya nadie se asusta: estamos en vísperas de elecciones. Qué bueno que tenemos esa lente frente a los ojos. Porque en un año de pre-precampañas acabamos confundiendo el bien de una bandera política con el bien de la nación.
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