Incómodo está el panorama de Santos. Desgraciadamente el calendario no le ayudó mucho porque ha tenido tres juegos de visita (perdidos) y el de casa fue contra el tricampeón, lo cual se estimaba que los verdes pudieran sucumbir.
La situación ya no aguanta más en el ánimo de los aficionados lo cual aparte de molestia llega a ser indignación que no permite ver claro hacia dónde se dirige este equipo.
La preocupación está latente porque desde hace mucho tiempo se empezó a generar un cariño entrañable que rápido creció a dimensiones no calculadas.
Las descalificaciones aparecieron cuando este equipo simplemente “provinciano” fue ganando terreno en el ámbito nacional.
Sus campeonatos fueron los pilares para hacer grande el amor hacia la institución que genera el triunfo.
El buen actuar de varios torneos aún no siendo campeón supo contagiar a la comunidad lagunera para establecer un muy agradable parámetro de felicidad.
La alegría colectiva parecía que ya se había quedado para siempre a costa de muchos sinsabores del pasado.
El entusiasmo de ganar no tenía opositor. Todo era maravilloso y lo siguió siendo.
Los destinos encontraron otros atajos que invitaron a desviar las acciones con afán de aparecer en el escaparate de la industria.
Fernando Ortiz no tiene culpa de esto. Su único error es haber confiado tanto en sí mismo y en lo que (se supone) le prometieron.
No tuvo la paciencia suficiente para esperarse a tener un trabajo con mejor perspectiva.
Su cariño lo empujó a una decisión, hoy fatalista.
No tuvo la sabiduría necesaria para leer los renglones torcidos donde hoy se están escribiendo los malos pasos del equipo.
