Cuando Xavi Hernández salió del Barcelona, aquel equipo que había crecido de una forma espontánea como ningún otro sobre la tierra, empezó un largo proceso de transformación orgánica. Poco a poco fue perdiendo esos elementos que componían su naturaleza única e irremplazable, como Iniesta, hasta convertirse en un cuadro poderoso, pero que, a pesar de conservar a Messi, podía ser comparado con cualquiera.
Esa sustancia que producía su cantera y que daba cuerpo y alma al Barça, no se encontraba más; prueba de que el futbol en estado original quizá sea visto como un recurso no renovable.
Sometido a un tratamiento doloroso que le permitiera mantener el nivel de vida al que estaba acostumbrado, acudió al mercado en busca de inteligencia artificial. Intentó el trasplante de jugadores para mantener el modelo, pero olvidó que ese estilo tan singular que aportaba carácter e identidad no podía nacer lejos del calor de hogar: La Masía.
Un Club inmenso, pero hogareño, decidió invertir todo su capital disponible fuera de casa, mientras sus clásicos jugadores tallados en piedra se iban agotando. Pronto, no tuvo otro remedio que interesarse en una clase de jugadores contra natura que le garantizaran competitividad. Sus últimos movimientos, comprando jugadores caros, robóticos, sin identidad, ni garantía, obligaron a pensar que el Barça renunció formalmente a la patente que tenía con la producción del mejor futbol del mundo: el que no se puede imitar.
Cuando el mercado arrinconó al Barça, se olvidó de invertir en beneficio de un estilo que definía un juego difícil de explicar, con tremenda sencillez: niños de campo criados en una casa de madera y piedra que con el tiempo, trabajo y mucho cariño, se volvían leyendas.
El regreso de Xavi no arrojará resultados inmediatos, la Champions lo acaba de medir, pero vale la pena la espera, su entrenador tiene la fórmula en la cabeza.
José Ramón Fernández Gutiérrez De Quevedo