Durante todo este tiempo, el medio futbolístico mexicano ha querido ver a Raúl Jiménez jugar en otro equipo. Un equipo de los grandes, ricos, famosos, ganadores y poderosos.
Por alguna razón, el medio considera que la dimensión del éxito para un futbolista mexicano está relacionada con el tamaño de su club. Si Jiménez ha triunfado en una liga gigantesca como la Premier, no es suficiente; hay que llevarlo más allá: más lejos, más alto, más fuerte. Parece que siempre hay que poner a prueba los tamaños del jugador: si no juega para un equipo mayor, entonces su éxito será considerado menor.
La trayectoria de Jiménez en el Wolverhampton, 100 partidos y 45 goles, no necesita comprobación. Son cifras al alcance de muy pocos, y que demuestran la contundencia de su éxito. Pero el Wolverhampton, un equipo sin abolengo, ni árbol genealógico, no desata las pasiones que espera una parte de la afición. En estos años, hemos desperdiciado el tiempo imaginando a Jiménez con la Juventus, el Inter, el United, el Chelsea o el Bayern; sin detenernos a disfrutar una de las historias mejor contadas de un futbolista mexicano en Europa.
De tanto buscarle un destino más grande a este excepcional delantero, no nos hemos dado cuenta que su destino era volverse el más grande de un pequeño equipo inglés. En ocasiones, nuestra afición por el futbol confunde a los equipos grandes, con los equipos buenos. Más, no siempre significa mejor.
El juego de Jiménez con el Wolverhampton define con exactitud la plenitud de un futbolista: es el líder de su equipo, aporta valor a un Club que lucha por destacar en la liga más competitiva del mundo, es un ídolo para sus aficionados, marca goles importantes, es reconocido por la prensa, temido por sus rivales forma parte de la historia en cada partido y, por si fuera poco, es feliz.
No es Jiménez el que tiene un problema con el tamaño de su equipo, somos nosotros.
