Ninguna figura olímpica simboliza con tanta precisión, el expectante camino a Tokio en los próximos cincuenta y ocho días como Simone Biles. La gimnasta llegó al Centro de Convenciones de Indiana, esperó su turno, despejó la cabeza, respiró profundo, fijó la mirada en la mesa de salto del GK U.S. Classic, y arrancó. Su carrera estaba a punto de dar un doble giro al frente: por un lado, recordó el complicado trayecto rumbo a la inauguración de los Juegos, y por otro, se convirtió en la primera mujer en realizar un “Yurchenko” durante una competición oficial.
La historia moderna del olimpismo tiene una relación íntima con la gimnasia que, a través de la televisión, logró acercar todo tipo de público a los Juegos. Equipada de una gracia y belleza artística incomparable, la gimnasia olímpica agregaba a su encanto un dramático componente humano: tras el rostro de aquellas niñas nacidas bajo la cortina de acero, se escondía una vida melancólica que cautivaba al mundo con su mirada.
Ningunos ojos como los de la inolvidable Nadia, firmes y resignados, explicaban mejor la tormentosa lucha que había de seguir una gimnasta hasta convertirse en instrumento de regímenes como el rumano. Era difícil creer que una niña tan frágil, inocente y delicada, representara los horrores de una brutal dictadura.
La leyenda cuenta que la Rumania de Ceaușescu pagaba a Nadia con muñecas para despertar esa sonrisa pálida dibujada con misterio. Reclutada a los seis años, la herencia que Comaneci dejó en los Juegos como símbolo de perfección, tuvo un sacrificio extraordinario: a los catorce ya era una mujer madura a la que habían prohibido llorar.
Los triunfos de Biles, poderosa y prodigiosa, hicieron más sensible el recuerdo y la herencia de la milagrosa Nadia.
Las gimnastas, corriendo riesgos, representan la valentía y esperanza del deporte en una de las épocas más complicadas del espíritu olímpico.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo