Es comprensible que Andrés Manuel López Obrador busque dejar a su sucesor fortalecido con un equipo de operadores, designados de antemano. En este mismo espacio he descrito su estrategia como una jugada maestra, porque si a la postre tiene razón eso resuelve varias incertidumbres y preocupaciones. Pero a la luz de las tensiones de los últimos días entre los aspirantes a sucederlo, me pregunto si no son más preocupantes los problemas que pueden surgir si el esquema se descompone. Veamos los pros y los contras.
Las bondades del plan de AMLO están a la vista. Al ofrecer la Presidencia a quien obtenga el primer lugar en la encuesta, la coordinación del Senado al segundo lugar y la de los diputados al tercer lugar, Morena consigue varios objetivos de manera simultánea. Por un lado, conjura el riesgo de una fractura o escisión al ofrecer a los perdedores una elevada responsabilidad en el próximo gobierno. No es un logro menor, considerando las muchas especulaciones sobre la posibilidad de que, en caso de perder, Marcelo Ebrard podría convertirse en el principal rival del candidato obradorista (posibilidad que, hay que decirlo, él siempre ha rechazado).
Por otro lado, lo anterior no solo neutraliza el riesgo de que surjan formidables adversarios internos, también propicia que se conviertan en activos importantes dentro del nuevo gobierno. Recordemos el enorme déficit que, como cualquier otra fuerza política de alternancia, el obradorismo padeció al arranque de este sexenio. El Presidente tuvo que echar mano de cuadros procedentes de muy distintas corrientes. La experiencia y las capacidades políticas de Marcelo Ebrard, Adán Augusto López y Ricardo Monreal no abundan entre los alfiles de Morena. Y si deseamos hilar más fino aquí cabe un paréntesis: sin decirlo, me parece que el Presidente privilegia un escenario en el que Claudia Sheinbaum gana la encuesta y Marcelo y Adán Augusto se hacen cargo del Poder Legislativo. ¿Por qué? Porque estos dos se han caracterizado, en efecto, por sus habilidades en la operación política ante otros actores y corrientes y, por lo mismo, resulta natural verlos gestionar consensos y acuerdos entre las facciones parlamentarias. Las virtudes reconocidas en Sheinbaum, en cambio, son otras: una administradora pública de primer nivel, con mostradas capacidades de planeación, organización y ejecución en las responsabilidades que ha desempeñado. Dedicar sus días a la “grilla” y la gestión parlamentaria, en caso de no ganar la encuesta, no son tareas con las que se le identifica en primera instancia.
Finalmente, con la decisión de entregar el Poder Ejecutivo a uno (una) y el Poder Legislativo a los otros, AMLO busca fortalecer al próximo residente. Algo importante considerando el hecho de que el relevo del tabasqueño nunca tendrá la misma popularidad, carisma o fuerza política. Será un presidente más débil y esto podría ser un freno para la continuidad del proyecto de la 4T.
Hasta aquí algunas de las ventajas de su estrategia de entregar el poder a un equipo y no exclusivamente a una persona. El nombramiento de Alicia Bárcena en la cancillería o el de Luisa María Alcalde en la Segob, tendrían que ser interpretados como los primeros de varias designaciones que se mantendrán vigentes en el próximo sexenio, en aras de la continuidad. Parecerían un ensayo para probar y armar equipo para la siguiente administración.
Pero el éxito de toda esta estrategia está sostenido en un supuesto que carece de garantías: la subordinación al liderazgo del nuevo presidente de los poderosos alfiles que se están sembrando. Nada asegura que los actuales rivales que hoy se disputan la nominación renuncien a su propia agenda, a impulsar a sus incondicionales, a operar de cara al interés de su grupo cuando pase esta contienda y a olvidar los agravios recibidos en la batalla interna. En el peor de los casos, incluso, recordemos que estará vigente la consulta de revocación de mandato a mediados de sexenio y que sus derivaciones pasan, justamente, por el Poder Legislativo.
La estrategia de López Obrador en buena medida persigue fortalecer al próximo ocupante de Palacio Nacional, pero si las cosas se descomponen hay el riesgo de que el efecto resultante sea el contrario. Un Presidente que tenga que negociar, ceder y compartir con otros pares no es una mala noticia en sí misma, porque pluraliza el poder. Pero requeriría un escenario en el que todos los actores actúen responsablemente y de buena fe, subordinados a un proyecto político y social común. Pero toda orquesta necesita, en última instancia, un director que imponga una directriz o resuelva un conflicto entre las partes.
Hay una razón por la cual los presidentes entrantes no solo designaban a la totalidad de su gabinete, sino también a los nuevos coordinadores de los senadores y los diputados en el Poder Legislativo. Activos necesarios para asegurar disciplina y lealtad a un liderazgo indiscutido; condiciones mínimas para la gobernabilidad. El gobierno de la 4T resistió los embates de las muchas resistencias al cambio gracias a la firmeza de López Obrador en la conducción del timón, a su capacidad para disciplinar a sus propias filas e imponer una interpretación del proyecto. Esas resistencias se intensificarán una vez retirado el tabasqueño y operarán no solo frente a Morena sino también dentro de ella.
Con la estrategia que ha puesto en marcha, López Obrador estaría modificando las reglas hasta hoy vigentes. Una vez resuelta la definición interna (septiembre), tendrá un año para hacer un equipo de todos ellos y asegurar que estos generales se conviertan en una ayuda para el próximo presidente y no en lo contrario. Considerando los golpes que se están propinando por encima y por abajo de la mesa, no será fácil. El Presidente los ha puesto a competir y lo están haciendo con dientes y uñas, y espera que 12 meses después sean hermanos solidarios. Esperemos que no se equivoque; que lo que él ve como una familia no termine en una versión de Cuna de lobos, Succession o Game of Thrones, usted escoja.