En la Plaza de la Solidaridad, situada entre Balderas y avenida Juárez, casi nada queda de lo que había antes del sismo ocurrido el 19 de septiembre de 1985, que devastó a gran parte de Ciudad de México; aquí se alzaba el hotel Regis, con uno de los centros nocturnos más exclusivos, El Capri, cuyas pistas engalanaron bailarinas como Thelma Tixou, Wanda Seux, Zulma Faiad y Nora Escudero, quienes animaban la vida nocturna que esa mañana sufrió los primeros estertores del final de una época.
Solo un antiguo pero macizo edificio había quedado en pie; el mismo donde pasó sus últimos años El Güero Batillas, un pistolero en decadencia que había sido guardaespaldas del cantante Jorge Negrete, entre otros personajes, incluidos políticos, incluso el general Lázaro Cárdenas, según se jactaba el hombre de bigotillo, siempre vestido de chaqueta color hueso, pantalón y sombrero texano del mismo tono, y botines avellana, quien fue encontrado muerto en los 90 como cualquier indigente.
Su cuerpo fue hallado en la plaza —contarían después algunos que ignoraban su biografía—, donde paseaba a su pequeña hija y se asustaba nada más de pensar que ella podía caer en el vicio de las drogas como esos otros infantes que causaban compasión a este hombre que un día refirió al reportero algunas de sus aventuras de plomo y fuego en el norte del país. Las narró mientras se acodaba en la barra del bar El Hórreo, sobre la calle Doctor Mora, que aún permanece a la vuelta de una rebautizada zona.
Es aquí mismo, frente al Museo Mural Diego Rivera, edificado después de aquel sismo, donde continúa la tradición del ajedrez, mientras retadores y espectadores aguardan atentos cada jugada. El maestro Ignacio Rodríguez Elías, las manos cruzadas, narra la partida entre Arturo y Alejandro:
“Están peleando en el centro... Ahora hacen un movimiento de caballo, de tal manera que quedan vulnerables algunas piezas, como el caballo blanco... con la dama negra, pero prefiere hacer un jaque, de modo que un caballo se vuelve defensivo”.
Muy cerca de ellos permanece Arturo Sarabia Ramírez, de 59 años, quien a los nueve de edad aprendió a jugar ajedrez, pero más tarde un rompimiento conyugal lo convirtió en persona sin techo y desde hace tiempo pernocta en un albergue oficial. Todos los días coloca sus útiles de trabajo sobre una mesa, incluidos un letrero y libros, en espera de instruir o ser desafiado.
“Por jugar —se lee en el manuscrito sobre papel cartón— pido una cooperación voluntaria, y si te interesas por aprender el juego de ajedrez, la clase y/o taller (mínimo una hora) tiene un costo de $50.00. También ofrezco mi servicio de plomería y/o electricidad doméstica; pintura casa-habitación”.
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Entre los jugadores más asiduos está Roberto Rojas Madrid, quien viene desde hace 50 años, cuando tenía 11 de edad, y ha visto los cambios del entorno después de los terremotos de hace 33 años.
Para Rojas Madrid
—acaba de jugar una partida con Arturo Sarabia Ramírez— el ajedrez es un pasatiempo educativo. “Mentalmente te ayuda”, comenta. “Cada juego, para el ajedrecista, debe ser el más importante. No debe haber oportunidad ni chance. Entonces, cuando ganas, es como ganar un campeonato, aunque sea aquí”.
—¿Y qué piensas cuando pierdes?
—En la revancha; siempre hay que buscar la revancha, siempre, siempre —repite este veterano aficionado.
Rojas Madrid todavía observa a personas que venían cuando él era muy joven, pues pasaban el tiempo en la Alameda Central y ahí, temprano, a jugar en la Plaza José Martí y más tarde en esta franja.
—Y varios desconocidos.
—Hay nuevas generaciones que vienen todos los días, y así se va de generación tras generación.
—¿Y después del terremoto del 85?
—Después del terremoto creo que tardó unos tres meses en que hubo como una pausa; como que no nos caía el veinte a los que frecuentábamos el Centro Histórico y la Alameda, porque el hotel Del Prado estaba de aquel lado y de éste había muchos edificios; siempre gente caminando por las calles...
—Y poco a poco...
—Sí, poco a poco las mismas personas que venimos, empezamos a aparecer uno tras otro, y nos congregamos, como siempre, en el Metro Hidalgo; ahí era nuestro punto de reunión, ahí nos veíamos otra vez los poquitos que quedábamos. Y otra vez se inició el ajedrez, se limpió la Alameda y se hizo esta plaza.
Y por aquí anda el profesor Alejandro Serrano Martínez, quien ofrece su libro Ajedrez para niños y principiantes, donde asegura que el llamado juego-ciencia “es el mejor de los pasatiempos; un ejercicio entre inteligencias y un reto a la inventiva; por ello, puede considerarse como un excelente recurso pedagógico para impulsar la creatividad”.
Ignacio Rodríguez Elías, mientras tanto, no despega la mirada en otra mesa en la que juegan Arturo y Alejandro.
Rodríguez ha participado en concursos internacionales, como el de Italia en 2014; ahí, en representación de México, sacó un tercer lugar. Antes, en 2006, durante un juego en el Zócalo capitalino, dice, Anatoli Kárpov, el gran ajedrecista ruso, fue hasta el lugar donde jugaba y le dio un abrazo.
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Arturo Sarabia Ramírez —“no tengo familias ni descendientes”— calza botines bien cuidados y ropa que dista mucho de la que usa la mayoría de las personas en situación de calle.
“Considero que puedo lograr que las nuevas generaciones, independientemente de la edad, puedan desarrollar el conocimiento que logré obtener”, dice este hombre de incipiente barba y dicción cuidadosa. “Eso es lo que me inspira dar las clases: que la gente que no sabe, se involucre en este mundo ajedrecístico”.
—¿Y cómo le ha ido?
—Dentro de lo que cabe puedo decir que me ha ido bien —responde quien conservó su estabilidad familiar durante 25 años, mientras estuvo casado, pero desde 2007 quedó sin vivienda.
Y sin embargo se convirtió en maestro de lo que él y otros denominan el juegociencia. “Yo —comenta—, precisamente por estar desamparado por parte de mi progenitor y de mi progenitora, desde muy pequeño tuve que abrirme camino. De hecho, a duras penas terminé la primaria”.
Y por iniciativa propia cursó el primero de secundaria, pero “ya no pude reanudar más y entonces me llamó fuertemente la atención el ajedrez y, bueno, sin saberlo, pude ejercitar el conocimiento...”.
—Y viene gente de todas las clases sociales y de diferentes edades —se le comenta.
—Bueno, sí, también de avanzada edad, como de 70-80 años; una vez me llegó una persona de 90 años; no son muchos, pero sí se da el caso, hasta niñas o niños de seis años, que igual ya son compañeros ajedrecistas de competición. Por eso sería bueno que las autoridades de la SEP integraran el ajedrez como una materia más para el sano desarrollo de los niños en especial.
En medio de la plaza dos manos empuñan la base con un asta como símbolo de solidaridad y en honor a los muertos de septiembre de 1985.
El juego-ciencia y los sismos del 85
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Humberto Ríos Navarrete
México /