Política

La poética intensidad de la memoria

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Mi abuelo paterno me enseñó a jugar ajedrez cuando yo tenía cinco años. Durante mucho tiempo me sentí obligado a replicar su estilo: cauto, siempre en espera de los movimientos del rival (con blancas, aperturas cerradas; con negras, ante e4, responder c6: Caro-Kann). Sin embargo, cuando cumplí 18 entendí que mi esencia ajedrecística era opuesta: abierta e imaginativa, llena de combinaciones arriesgadas, en donde yo tuviera siempre la iniciativa (con blancas, gambito vienés; gambito letón con negras). Mi abuelo hoy cumple 23 años de muerto. En la última partida que disputamos, conseguí algo inédito: evitar mi derrota durante el medio juego y resistir hasta un final con peón de menos que terminé perdiendo. Entonces por primera vez sentí que quizá algún día iba a poder ganarle. No pude: murió a las dos semanas.

***

No puedo evitar inclinarme hacia la angustia.

Tarda la vacuna, y en su tardanza, la peste ha llenado el mundo de restricciones y muerte. Pensar en el futuro resulta absurdo. La incertidumbre todo lo cubre en el exterior y se filtra hacia la intimidad. Tenemos miedo y corremos el peligro de quedar atrapados en una red de pensamientos siniestros. Entonces me aferro al pasado e intento resistir estos terribles días a través de los recuerdos. Si la peste se ha llevado la vida que afuera he construido, la forma en que me defiendo contra ese despojo es narrándola vívidamente, desde la poética intensidad de la memoria.

Mi resistencia contra la angustia es recordar. Se vuelve entonces necesario establecer un origen.    

Necesito determinar el lugar en el que comienzo a narrarme.

Es mi abuelo,
primero lo imagino y luego,
sin darme cuenta, lo digo en voz alta:
el inicio es mi abuelo enseñándome
a jugar ajedrez,
y el sonido de mi voz me sorprende,
primero hacia el miedo
(qué profundo se ha vuelto el silencio de la casa)
y luego hacia la nostalgia.

***

Después de su funeral, mi abuela viuda comenzó a guardar las cosas de mi abuelo en cajas para deshacerse de ellas y me llamó para regalarme uno de sus tableros. “Así siempre podrás recordarlo”, dijo.

Si pudiera volver a ver a mi abuelo, aunque solo fuera por un momento, lo invitaría a jugar ajedrez.

“Ya no soy niño”, le diría, “ahora he desarrollado mi propio estilo”, y me fascina la idea de esa partida imposible entre dos estéticas contrarias de una misma sangre enfrentándose en un tablero de madera.

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Hugo Roca Joglar
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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