En cada uno de nuestros encuentros, mi abuela y yo repetíamos la misma escena: ella tarareaba el segundo movimiento de la Sinfonía núm. 7 de Beethoven (quien el miércoles cumple 250 años de haber nacido), y yo no podía controlar la necesidad de corregirla: “Es una marcha fúnebre y tú la haces sonar alegre; no aceleres el ritmo, no distorsiones la expresión hacia la dicha”, y ella, ofendida, se defendía: “¿Y por qué no iba yo a cambiar su naturaleza?, ya tenemos suficientes tragedias”, y yo permanecía en silencio, sintiendo que mi abuela estaba incurriendo en una distorsión grave, porque la naturaleza del segundo movimiento de la Séptima era fúnebre de una forma completa: era algo creado, cerrado en sí mismo, y su esencia definitiva para mí resultaba sagrada.
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A pesar de que las formas que han guiado nuestras vidas parecieran irreconciliables, mi abuela (tan adepta a rígidos esquemas claros y definidos) y yo (tan adepto a la incertidumbre y la búsqueda) estamos unidos por el íntimo y estrecho vínculo de la sangre, cuya belleza y enigma encuentro representado en Beethoven.
Ella admiraba sus sinfonías que yo despreciaba por tonales y estructuradas en torno a la repetición, y yo admiraba sus últimos cuartetos para cuerdas que ella aborrecía por destruir la melodía como parámetro principal del sonido y desbordarse hacia la violencia y el ansia.
A pesar de los prejuicios y la incomprensión, a pesar de estar situados en extremos opuestos de su obra, ahora encuentro ahí un hecho de irreductible hermandad: admirábamos al mismo compositor, y eso significaba una apertura hacia la reconciliación.
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Ahora que mi abuela ya no tararea y ha olvidado mi nombre, recuerdo su voz distorsionando a Beethoven y descubro que ahí donde yo encontraba irritación ahora encuentro asombro, ahí donde encontraba irreverencia ahora encuentro fascinación, y pienso en que me hubiera gustado mucho hablarle sobre John Cage en vez de regañarla, y ahí poder reconciliarnos: en un mutuo gusto por la incorporación del azar y la indeterminación en el hecho musical, y decirle: es fascinante cómo cuando tarareas cambias la naturaleza de una marcha fúnebre para experimentar con otras construcciones sonoras; tienes razón: nunca, por ningún motivo, la música debe ser algo definitivo.
Pero en esa época yo era otro, uno distinto, y ahora que soy éste que me hubiera gustado ser entonces, mi abuela es también otra, una distinta a la que me hubiera gustado mucho hoy conocer.