He observado muchas veces con la debida discreción la ropa de una amiga sobrecargo. Muy guapa, alta y de ojos claros, presta sus servicios con sobrada eficiencia en una aerolínea internacional. Pasa la mitad de su tiempo volando a países lejanos y la otra mitad durmiendo en hoteles discretos e impersonales, pero muy pocas veces se queja. Su vestuario mínimo que carga en una maletilla sobre ruedas con unos cuantos utensilios personales habla con elocuencia de orden y sentido práctico: todo en su sitio, bien doblado y acomodado. Pulcra, impecable, usa siempre un perfume que parece mandado a hacer para comulgar con su belleza y frescura. Solo le he encontrado un defecto que se repite siempre que acaba de viajar: sus zapatos. Usa unas chanclitas de color negro, con las puntas gastadas por el uso. Parecen cómodas, aunque nada elegantes.
La encontré hace unos días llegando a su casa. Nos dimos un beso y un abrazo para no olvidar que estas son horas de mucho afecto. Mientras la felicitaba tuve en la punta de la lengua un comentario a propósito de su vestimenta, pero no me atreví a dejarlo ir. Hubiera querido decirle que caminaba sobre una pequeña fortuna, que aquello que lastimaba apenas su perfección, esas chanclitas muy usadas que con toda seguridad no tenían muy buen aroma, se cotizaban muy bien en el mercado, de manera que si se empeñaba hasta podía acumular una buena cifra.
La verdad, sentí un poco de vergüenza con pensar tan solo el comentario. Temí que se molestara conmigo y que su perfume no volviera a revolotear como un ave juguetona en mis fosas nasales. Pero el asunto no se aleja de mi cabeza mientras busco la manera de contarle lo que sé. ¿Cómo decirle que hoy día proliferan las bandas de fetichistas que con el mayor descaro abordan a las aeromozas en los aeropuertos para pedirles sus zapatos? Ofrecen cantidades impensables mientras suplican literalmente a los pies de las sobrecargos, las persiguen, les lloran. No falta quien suelte en tono lastimero los motivos de tanto ruego: su fetichismo. Necesitan las chanclitas para restregarlas contra su rostro, para sentir el olor a sudor, para ponérselas si es posible. Muchos piden en venta también las medias y pagan más mientras más concentrado es su olor.
A últimas fechas estos fetichistas se agazapan tras las columnas de las salas de los aeropuertos, en los baños, en las salas de tránsito, en los pasillos. Dispuestos a todo, mantienen la mirada fija en los monitores en espera de la llegada de los aviones y atacan a sus presas como fieras hambrientas. Para muchas sobrecargos las ofertas son irresistibles, y más si se hacen de manera muy discreta. De hecho, el negocio es tan próspero que desde hace poco se extiende con cierto éxito por las redes sociales.
Me pregunto si mi amiga sabe ya de este floreciente negocio, si ya anda estrenando chanclitas...
Más allá de los pies
- Sentido contrario
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Héctor Rivera
México /