Como ya es costumbre, América Latina sigue y seguirá atrapada en el problema del escaso crecimiento económico. Pese a que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) mejoró en dos décimas su pronóstico de crecimiento para la región en 2025, la cifra de 2.4 por ciento en promedio sigue siendo baja si la comparamos con otras regiones a nivel mundial y, sobre todo, si la contrastamos con las grandes necesidades económicas y sociales que tenemos los latinoamericanos. No sólo hay más de 200 millones de personas en condiciones de pobreza, sino que vivimos en el subcontinente más desigual del mundo.
El pronóstico de la Cepal para 2025 fue publicado en algunos medios como una mejoría importante porque se pasó de 2.2 a 2.4 por ciento. Pero para 2026 la proyección es que la economía latinoamericana tenga una expansión de 2.3 por ciento, la misma cifra que se tuvo en 2023 y 2024. Y que, por ciento, son cifras no solo insuficientes para una recuperación plena luego de la caída provocada por la pandemia de covid 19 sino que no alcanzan en cantidad ni en calidad para enfrentar los grandes males sociales que aquejan a la región.
Los datos de la Cepal ubican a México como uno de los países que proyectan el peor desempeño en la región: se estima que crecerá apenas 0.6 por ciento en 2025. Sólo Cuba y Haití, que tendrán caídas de 1.5 y 2.3 por ciento aproximadamente, tienen peor pronóstico. Y del lado de los que ostentan mejores proyecciones están Venezuela con un estimado de 6 por ciento de crecimiento, Paraguay con 4.5 por ciento y Argentina con 4.3 por ciento. Claro, estas últimas proyecciones parecen buenas pero son muy engañosas: tanto Venezuela como Argentina vienen de años de crisis y ahora apenas tienen un efecto rebote, en tanto que Paraguay ostenta un indicador aislado que no refleja la realidad de la gente.
Más allá de la trampa de la expansión insuficiente y de las décadas pérdidas en materia económica, en América Latina tenemos una muy mala calidad del crecimiento: no sólo no alcanza como indicador sino que es altamente injusto en su distribución. Cuando las economías se expanden lo hacen sobre la base de pocos rubros y generan riquezas concentradas en pocas manos, lo cual no sólo no contribuye a disminuir la pobreza y mejorar las oportunidades para la gente sino que incrementa la desigualdad. Los ricos se hacen cada vez más ricos y los pobres se empobrecen más, con lo cual se pierde el sentido del bien común y se exacerban las divisiones y exclusiones.
El crecimiento que necesitamos requiere de una calidad que vaya más allá del indicador de expansión: necesita generar una mejor distribución de la riqueza, una mejor calidad de los empleos y devolverle a la gente la posibilidad de la movilidad social: que como resultado de la bonanza las personas puedan mejorar sus condiciones socioeconómicas y, en consecuencia, su calidad de vida. Aquí es donde está la ruptura que los latinoamericanos no hemos sabido remediar: crecer no significa mejorar, y mejorar no es para todos, ni siquiera para muchos. Sigue siendo para pocos.